viernes, 26 de junio de 2009

Un crisantemo en las cloacas (sobre Yukio Mishima)



Hoy estrenan una película.

Se llama Mishima.

No es nueva.

En el IMDB figura el 20 de septiembre de 1985 como fecha de estreno en Estados Unidos.

Dicen que es una obra maestra.

Mienten.

Volvemos a ser injustos: hablamos de memoria y de cuando la vimos, a principios de los 90, una madrugada en Canal+.

Nos pareció una película fría, muy fría y aburrida.

Insisto: hablamos de memoria, somos injustos, como de costumbre.

No importa.

Importa una mierda la película.

Importa Mishima.

Le hemos estado releyendo esta semana.

Hemos elegido nuestra novela preferida de él, la que siempre recomendamos y regalamos, la que leímos primero y nos dejó noqueados, la que prestamos a alguien y aún no nos ha devuelto: El marino que perdió la gracia del mar.

Alguién, quizá, que está ahora mismo leyendo esta entrada.

Era una edición de Bruguera, con mil subrayados y una foto en la portada de la Tate no Kai al completo, la Sociedad del Escudo, un grupo paramilitar que montó Mishima con estudiantes universitarios para defender las esencias del Japón tradicional.

El 25 de noviembre de 197o, Mishima, candidato al Nobel y uno de los escritores más reconocidos de Japón, se dirigió a uno de los principales cuarteles del país con cuatro de sus niñatos. Iba a dar un golpe de Estado para restaurar el antiguo orden imperial.

¿Un golpe de Estado?

No, era una fantasmada. Una excusa para hacer lo que siempre había querido: morir.

Morir de una forma heroica y hermosa. Alcanzar la gloria.

Nadie que hubiera leído a Mishima pudo sorprenderse.

O sí.

Porque lo normal es que los escritores hablen y escriban mucho. Es su trabajo. Pero pocos, muy pocos, dan el paso de convertir en realidad sus fantasías. Y lo más seguro es que toda esa panda de "cobardes" haga bien.

De lo contrario, el mundo estaría lleno de cadáveres.

Más incluso que ahora, queremos decir.

La idea de la muerte obsesionaba a Mishima. Y la de la belleza.

En realidad, muerte y belleza acaban confundiéndose en su obra.

Él era feo, muy, muy feo. Un niño debilucho e hiperprotegido por su abuela.

Un tarado desde la infancia.

Estalló la II Guerra Mundial, la participación de Japón en ella, y el joven Mishima (había nacido en 1925) corrió a alistarse: quería ser kamikaze y morir por su país.

Una muerte gloriosa, otra vez.

Pero le echaron para atrás. No daba el tipo. Era un tirillas.

Este rechazo le marcó de por vida. Y su fealdad.

Se hizo escritor y culturista.

Mishima también era gay.

Y padecía un inmenso narcismo, como sólo puede padecerlo alguien que ha conseguido su belleza a fuerza de horas y horas de trabajo.

O como sólo puede padecerlo un acomplejado, lleno de músculos, pero que en el fondo sabe que sigue siendo el mismo niño débil y asustado que lloraba por las noches al meterse en la cama.

Mishima, de mayor, se casó y consiguió un gran éxito.

Era un tipo muy polémico y reaccionario, con un enorme afán de provocación, capaz de fotografiarse con el uniforme nazi o de declarar su admiración por Hitler.

Pero, sobre todo, Mishima escribió y escribió. Escribió muchísimo.

A Mishima hay que leerle: siempre tan retorcido y tan sutil, a veces extremadamente complejo, pero magistral como narrador. Con eso que los cursis llaman un "mundo propio", pero en su caso inabarcable y brutal, brutal y poético, lleno de sombras y de abismos, de sexo y de muerte. Y, sobre todo, de una búsqueda constante de la pureza, la pureza como un ideal absoluto.

Esa pureza, ese ideal, quizá más que la obsesión por la muerte, marca la vida de Mishima, su forma de escribir (aunque compleja y afectada) , y sus personajes.

Quizá, sólo quizá, el conflicto real de Mishima y el que reflejan sus historias sea ese: la imposibilidad de alcanzar o de vivir la pureza en el mundo real.

No se puede ser un crisantemo en las cloacas.

El emperador no es Dios, sino un gilipollas que ha hundido y humillado a todo su país, un imbécil que primero provocó el lanzamiento de dos bombas atómicas (las primeras de la historia) sobre sus súbditos y que luego, se lo entregó todo al enemigo.

Sus personajes, los personajes de Mishima, bien mirados, y al mundo, y a los libros, y a la vida, siempre hay que mirarlos bien, o al menos, intentarlo, no resultan románticos.

Todo lo contrario: sus personajes son patéticos, sin que la palabra aquí tenga la menor connotación negativa. No decimos payasos. Ni muchísimos menos. Decimos dignos de lástima, seres vulnerables, muy, muy vulnerables, perdidos y confundidos, que acaban buscando consuelo en sus fantasías, sus fantasías de muerte.

Sus personajes son monjes torpes y tartamudos que no soportan la belleza de un templo, su templo, y acaban prendiéndole fuego (El pabellón de oro).

O tipos que consagran su vida a perseguir las sucesivas reencarnaciones de su mejor amigo muerto en ese momento en el que tal vez cierta pureza aún sea posible: la adolescencia (la tetralogía El mar de la fertilidad).

O adolescentes nihilistas, que saben que el mundo y la sociedad es un gran vacío, y que no dudan en matar a su ídolo cuando ven que éste va a rendirse y a abandonar el mar para entregarse a las comodidades de una vida tan convencional como falsa (El marino que perdió la gracia del mar).

De ahí, la obsesión por la muerte: porque tal vez sea lo único puro, la alternativa frente a un mundo corrupto y miserable, la fantasía perfecta, un refugio sin fisuras.

La muerte no puede llevarnos la contraria: nadie vuelve de ella para decirnos que es también una mierda, un agujero infinito.

O sí.

Hay veces que la muerte, lo que vemos de ella, nos muestra su cara más grotesca.

Y el caso de Mishima es buen ejemplo.

El 25 de noviembre de 1970 Mishima y sus hombres reunieron a todos los soldados en el patio del cuartel.

Soltaron su discurso.

Pero no conmovieron a nadie.

Al revés, las tropas se descojonaron de ese friqui que les hablaba.

Mishima, tras el ridículo, se retiró junto a sus hombres.

No debió importarle demasiado.

Lo bueno estaba a punto de llegar: el momento que llevaba años y años preparando, el que iba a servir para justificar toda su vida.

Sacó la espada y se abrió las tripas.

Un agonizante Mishima esperaba el golpe de gracia. La gloria.

El encargado de decapitarle, como exige el ritual del sepukku (o harakiri), iba a ser su discípulo preferido, en este caso, también su amante, un tal Masakatsu Morita.

Pero no fue capaz. Debió ponerse a llorar, le tembló el pulso, no reunió las fuerzas necesarias para separar con un sólo corte la cabeza del tronco.

Aquello, al parecer, se convirtió en una carnicería, una chapuza: como en los toros cuando pinchan y pinchan en hueso, o cuando descabellan mal.

La muerte, después de todo, quizá no molaba tanto como Mishima siempre nos había dicho.

O la gloria, como saben todos los que han leído El marino que perdió la gracia del mar, tiene un sabor amargo.

Amargo y estúpido.

(Hoy ha sido especialmente difícil elegir la foto. Hay muchas de Mishima desnudo, o semidesnudo, con la katana en la mano. También las hay de él atado a un árbol y con todo el cuerpo atravesado por flechas, reproduciendo el martirio de san Sebastián. La que más nos atraía era una de su cabeza decapitada después del suicidio. Quizá fuera un poco bestia para quien no esperara encontrarse con ella y la viera de pronto. Quizá colgarla contribuiría a eso que tan poco nos gusta: convertir la muerte en espectáculo. Aunque creo que no. Refuerza nuestra tesis, por llamarla de alguna manera, no hay misterio ni romanticismo en la muerte: Mishima parece dormido y como si le dolieran las muelas. Sólo eso. Quien quera verla, la tiene aquí.)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

"El marino que perdió la gracia del mar" es una de las mejore recomendaciones para poder iniciar un acercamiento y entender a Mishima y para reflexionar sobre la obsesión de alcanzar la gloria, la que sea para cada cual. Gracias señor Vilá por se tan justo con la decisión de morir y no hacer apología de la belleza del suicidio, nada glorioso ni glamuroso en ningún caso

K.M-M dijo...

Yo prefiero "el rumor del oleaje"