lunes, 31 de agosto de 2009

10 libros para el próximo trimestre (segunda parte)


El jueves por la noche apareció un lagarto en esta pila de libros.

O una salamandra.

O quizá fuera una salamanquesa.

No bromeo.

El bicho asomó la cabeza, de un verde no muy intenso, me miró un segundo y luego desapareció.

No he sabido nada más de él. O de ella.

Es bonito, en cualquier caso, tener amigos.

Los libros a veces sirven para eso.

Pronto llegarán más.

Muchos más libros

Y habrá que hacer más pilas.

Y quizá, con un poco de suerte, cada una de ellas se acabe convirtiendo en la madriguera de algún reptil.

Cocodrilos, serpientes, iguanas...

Los imagino corriendo por el pasillo.

Devorándose los unos a los otros. O follándose, que es lo que hacen siempre los bichos en los documentales de La 2.

Pero mientras eso ocurre, nos conformaremos con utilizar los libros para leerlos.

Y ya, siguiendo con la entrada del lunes pasado, estos son los cinco títulos que completan nuestras 10 apuestas para el próximo trimestre:

6. El caballo amarillo (Diario de un terrorista ruso), de Boris Savinkov. Lo publicará, no sé muy bien cuándo, Impedimenta.

Al autor lo define la editorial como: "dandi asesino, mujeriego letal, intelectual revolucionario, inspirador de Camus, se ha convertido en una celebridad no tanto como escritor sino como terrorista ruso de altos vuelos".

A principios del siglo XX planea los atentados que acaban con un ministro del zar y un gobernador de Moscú.

Luego le pillaron y le condenaron a muerte. Pero él se escapó a París para codearse con la bohemia y escribir este libro en el que recrea un poco su historia.

Cuando estalla la revolución, vuelve a Rusia. Le arrestan otra vez y, al no poder aguantar la cárcel, se tira por la ventana.

7. El día del watusi, de Francisco Casavella. Lo reeditará Destino el 6 de octubre.

A finales de 2008 murió, a los 45 años, Francisco Casavella.

Ese mismo año había ganado el Nadal con Lo que sé de los vampiros y la muerte le pilló, como a tantos otros, por sorpresa, mientras trabajaba en su refugio: un apartamento en uno de esos pueblos de veraneo de la costa catalana.

Se escondía allí en invierno para concentrarse y escribir sin distracciones.

Ahora se recupera su obra más ambiciosa, esta trilogía que la editorial define como: "gran crónica de la Barcelona pre y post olímpica, de la España de la Transición, del final de una época. Un gran relato de las ilusiones fallidas de toda una generación, narrado por Fernando Atienza, oscuro personaje que ha sido testigo y depositario de los momentos clave, de las tramas inconfesables, de los chanchullos interminables que trufaron ese momento histórico, y que de hecho han conformado nuestro presente".

8. El barco de los muertos, de B. Traven. Lo publica en octubre Acantilado.

Qué gran libro.

Lo editó hace unos meses Alfabia, con el título de El barco de la muerte, pero había problemas con los derechos y no les quedó más remedio que retirarlo.

Ahora sale por fin la edición del Acantilado.

Es la historia de un marinero que, tras una noche de sexo y alcohol, se queda en Amberes: sin papeles, sin dinero, sin equipaje.

Se convierte en un paria al que no le queda más remedio que embarcarse en un barco que parece el mismísimo infierno: sin ninguna esperanza ni derecho, en las peores condiciones imaginables, permanentemente al borde del naufragio.

Pero para qué hablar más, nos remitimos a lo ya escrito.

9. El juego DeNiro, de Rawi Hage. Lo publica el 7 de septiembre Duomo Ediciones.

Duomo es una editorial nueva.

Hasta ahora no he leído nada de ellos.

Aunque han publicado un libro con muy buena pinta, El club de los pirómanos, de Brock Clarke.

Le tengo ganas a ese y le tengo ganas a éste: dos amigos crecen en Beirut durante la guerra civil. Uno opta por enrolarse en la milicia cristiana. El otro, comete pequeños robos para poder emigrar a Italia. Pero ninguno de los dos podrá escapar de su pasado ni de los fantasmas de la guerra...

Según el Washington City Paper: "La prosa de Hage es a la vez nítidamente realista y emocionantemente llena de oscuras fantasías, como si Kahlil Gibran fumara costo con Hunter S. Thompson".

10. Fotorretórica de Hollywood, fotografías de Barry Feinstein y poemas de Bob Dylan. Lo publica en septiembre Global Rhythm.

23 fotos del Hollywood de los años 60 y 23 poemas escritos por Dylan a partir de ellas en la misma época.

Todo ello inédito hasta ahora y reencontrado en un cajón por Barry Feinstein.

Corto y pego de la editorial: "Las fotos retratan con desolada frialdad, a veces con afable ironía, el fin de una época («dorada» según la adjetivación canónica). Hay estrellas dentro o fuera del plató, pero el objetivo las contempla como si se hubieran caído del cielo: una, la más hermosa, está literalmente por los suelos; otras visten prendas y gestos dolientes durante el funeral de Gary Cooper; hay también aspirantes al estrellato, idólatras, maniquíes, decorados ya inútiles y
lugares intensamente deshabitados".

¿Y los poemas? Los poemas, también según la editorial, son "Dylan sin banda sonora, Dylan en un formidable estado impuro".

Mañana más.

domingo, 30 de agosto de 2009

Yonqui-piscina (leyendo a Luciano de Samósata un domingo al mediodía)


"Qué buen día hace para ir a la piscina a ver si se ahoga alguno".
(Frase pronunciada por alguien que hoy al mediodía abandonaba el garito chungo, politoxicómano y terminal, que hay justo debajo de mi casa, mientras yo leía el magnífico prólogo que Iván de los Ríos ha escrito para El bibliómano ignorante, de Luciano de Samósata y editado por Errata Naturae. Estaría bien escribir pronto alguna entrada más extensa sobre el libro.)

jueves, 27 de agosto de 2009

Turín, 27 de agosto de 1950 (sobre la muerte de Cesare Pavese)


Murió el chivato de Budd Schulberg y no dijimos nada.

Lo mismo ha pasado con los aniversarios de Capote, Knut Hansum y Malcolm Lowry.

Ha sido un verano demasiado intenso.

Hoy, en cambio, nadie hablará de Pavese.

No toca: no es una cifra redonda.

Pero cada año, al llegar el 27 de agosto, resulta difícil no acordarse de él.

Imaginar sus últimas horas en el hotel Roma de Turín.

La decisión la tenía tomada desde hacía días, según reflejan sus diarios.

Dejó esa famosa despedida, narcisista, claro, pero también gruñona y hasta con sentido del humor:
Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿De acuerdo? No chismorreen demasiado.
Antes o después, cuentan que hizo varias llamadas.

Todas a mujeres.

Intentó quedar con alguna.

Ninguna quiso verle.

Se tomó un bote de somníferos y acabó con todo.

Lo del suicidio es así: pretende resultar siempre tan sublime, que acaba cayendo en el ridículo.

O convirtiéndose en un chiste.

Pero Pavese, no.

Pavese, de tanto pensarlo, parecía condenado a ello.

Era sólo cuestión de tiempo.

Se ve en sus diarios.

Los tengo aquí: he pasado casi toda la tarde releyéndolos.

Siempre te sorprenden.

Hoy me doy cuenta de que ningún otro tío ha escrito de amor como él.

Ahora que tantos se preocupan por cómo hablar de los sentimientos.

Ahora que casi todos los evitan y los silencian.

Que lean a Pavese: tan lúcido, tan descarnado, tan gilipollas, con tanto resentimiento.

El amor es así.

Él habla, además, de muchas otras cosas.

He leído también algunos de sus poemas.

Estos versos son un fragmento de Siempre vienes del mar, traducido por José Agustín Goytisolo, en un vieja edición (1971) de Plaza y Janés:
Aún combatiremos,
combatiremos siempre,
pues buscamos el sueño
flanqueados por la muerte,
y tenemos voz ronca,
frente baja y salvaje
y un idéntico cielo.
Fuimos hechos para esto.
Si tu odio cede al golpe,
sigue una noche larga
que no es paz ni tregua,
ni verdadera muerte.
Tú ya no estás. Los brazos
se debaten en vano.
(La foto es de 1950, el año de la muerte de Pavese: él recoge el Premio Strega, el más prestigioso de la literatura italiana.)

miércoles, 26 de agosto de 2009

Bestia, bestia (sobre 'Los canallas', de Eugene Izzi)


La tentación de liarse a tiros está siempre ahí.

En el ascensor, por ejemplo, de buena mañana.

Mientras esa gente a la que no conoces habla de sus vacaciones: de cuándo se han ido y cuándo han vuelto, de lo importante que es desconectar, de lo deprimidos que se sienten.

Dicen que odian su trabajo, fantasean con dejarlo, pero en realidad están mintiendo.

Putas ratas cobardes, harían lo que fuera por conservarlo, de hecho, llevan toda sus vida haciéndolo: vagos, traidores, pelotas, miserables.

Sacrificarían a su propia madre.

Pero no, nada de arrancarles la cabeza.

Llega el ascensor a tu planta y te bajas, tú solo, sin despedirte. El resto va a otros sitios.

Con un poco de suerte, la mañana pasará pronto y luego podrás seguir leyendo Los canallas, de Eugene Izzi, editada por Barataria y traducida por Juan Diego Martín.

En Los canallas hay dos personajes, dos malas bestias, sólo que una es un policía y la otra, un delincuente.

El delincuente ha pasado 10 años en la cárcel y antes de nada, visita la tumba de su madre.

Es, en el fondo, un sentimental.

Luego ya empieza a hacer de las suyas.

Tiene dos misiones que cumplir, dos venganzas, una de ellas, la que a él más le importa, es llevarse al poli por delante.

Los canallas se desarrolla en Chicago, en el ambiente mafioso de finales de los 80.

Recuerda, quizá de lejos, a The Wire (la serie de televisión que Enric González describía el otro día como "quizá la mejor de todos los tiempos"), por su afán de verosimilitud, porque Izzi parece conocer muy bien de lo que habla y por las dificultades a las que se enfrentan los polis a la hora de realizar su trabajo.

Pero Los canallas es, sobre todo, una de esas novelas de detectives duros.

Aquí nada de investigadores modernos, sensibles y melancólicos. O sea, europeos.

Aquí, mucha testosterona, alguna que otra dosis de violencia más que contundente, interesantes personajes secundarios (como la perra del poli o la novia del asesino, uno de los grandes hallazgos de la novela), una trama que poco a poco se va complicando y en la que se van mezclando los odios, miedos e intereses de todos, y un final estupendo.

Y presidiéndolo todo, claro, el duelo entre los dos protagonistas, mucho más parecidos de lo que a ninguno de ellos les gustaría reconocer, la tentación del poli por actuar al margen de la ley y pasarse al lado de los malos, etc.

También la sombra de su autor, el tal Izzi, ex delincuente y ex trabajador de la industria siderúrgica, que empezó a escribir como terapia para apartarse del alcohol y salvar su matrimonio.

No funcionó. Al revés, la literatura sólo terminó de complicarlo todo: un buen día Eugene Izzi apareció ahorcado en su despacho. El cuerpo colgaba en la fachada del edificio. Llevaba un chaleco antibalas y los bolsillos llenos de amenazas muerte. Dicen que se había infiltrado en un grupo racista para escribir su próximo libro.

Oficialmente fue un suicidio. Nadie se lo creyó: ¿para qué coño se pone un chaleco antibalas alguien que va a suicidarse?

Los canallas, al margen de las anécdotas del autor y de su muerte, merece la pena.

(Recuperamos la vieja costumbre de incluir unos minutos musicales, en este caso el Bestia, bestia, de Ilegales. Curioso documento de cuando Jorge Martínez aún tenía pelo y perfecta como banda sonora para leer a Izzi o para ir por las mañanas a trabajar. Ya falta menos.)

lunes, 24 de agosto de 2009

10 libros para el próximo trimestre (primera parte)


Lo difícil hoy es dejar de leer a Kierkegaard.

Puede parecer pedante, pero no, de verdad que no.

Todo lo contrario.

Cosas como ésta, también de Temor y temblor:
En la resignación infinita hay paz y sosiego. Todo hombre que la desea y no se haya envilecido burlándose de su propia estampa –lo que es un vicio más terrible aún que el del exceso de orgullo–, puede muy bien disciplinarse y educarse haciendo este penoso movimiento que en sus dolores reconcilia con la existencia.
Lo difícil también, hoy y siempre, es saber hasta qué punto se está envilecido.

O dilucidar si se es burla, parodia o caricatura.

Pobrecito Kierkegaard, ya lo dijimos.

Mejor hoy hacer frente a la pereza, plantarle cara, a ella y a esos más de 30 mails pendientes de leer, todos de editoriales que mandan sus programaciones con los libros que publicarán durante los próximos meses.

Puede incluso que algunos ya estén en las librerías.

Esto es una especie de avance de temporada.

Abro unos cuantos de esos mails, más o menos la mitad.

Elijo cinco libros que me llaman la atención y que me apetece leer.

Mucho.

No están ni Dan Brown ni Paulo Coelho ni Isabel Allende ni los ensayos liberales de Vargas Llosa. Esos ya los tienes, por ejemplo, en la web de La Casa del Libro, donde han hecho un especial con los próximos lanzamientos.

Tampoco van a aparecer aquí los Muñoz Molina, los Orham Pamuk y otros aspirantes a convertirse en el pelotazo 'de culto' de este otoño.

Sí están:

1. La fiesta del oso, de Jordi Soler. Lo editará Mondadori el 6 de noviembre: Soler ha escrito dos de las mejores novelas españolas, o hispano-mejicanas, de los últimos años.

Toma nota y corre a por ellas: Los rojos de ultramar y La última hora del último día.

No son novelas sobre la Guerra Civil, son novelas sobre el exilio.

Novelas brutales que cuentan la huida de su propia familia de Cataluña al acabar la guerra, su paso por los campos de concentración franceses y las décadas que vivieron en una plantación de café en mitad de la selva mejicana, junto a otros exiliados, y donde nacería el propio Soler.

Es Conrad, es Faulkner, es Céline.

Son las pesadillas de la infancia y mil cosas peores.

Es el afán por no olvidar y las heridas que no cierran.

Es nuestra historia, una parte silenciada de ella, y al mismo tiempo, literatura de altísima calidad.

En La fiesta del oso, al parecer, Soler sigue hablando de la peripecia familiar, de ese tío que se perdió en los Pirineos intentando cruzar la frontera y que tal vez no murió...

Cuando la publiquen, contamos más.

2. La manía de leer, de Víctor Moreno. Lo edita Caballo de Troya el 2 de octubre: Este trimestre Caballo de Troya sólo publica dos libros. Con la crisis les habrán cerrado el grifo.

Los dos tienen buena pinta.

De momento, nos quedamos con este ensayo desmitificador de la lectura.

Como si leer sólo fuera una opción y, en realidad, tampoco sirviera para todo lo que algunos (papanatas o no lectores) quieren que creamos.

Quizá sólo produzca cierto placer y cierto conocimiento, dos milagros a la vez. Pero no en todos los casos.

Contra la pedantería, como si también se pudiera ser culto sin necesidad de leer y para responder preguntas del tipo de (copio de la editorial): "¿Existe un fundamentalismo de la lectura? ¿La lectura es un modo de salvación? ¿Salvarnos de qué?"

3. Nocilla Lab, de Agustín Fernández Mallo. Lo publica Alfaguara en octubre: Es el final de la trilogía Nocilla.

Me gustó mucho Nocilla Dream.

Mucho, mucho.

Me pareció previsible Nocilla Experience, como si lo que en la primera parte era fresco, fluido y muy sólido, allí se convirtiera en una fórmula que empezaba a agotarse.

Tengo ganas y curiosidad de ver aquí que pasa.

Asusta que el libro venga con un DVD, corto y pego, en el que hay un "documental-película que ofrece claves para acercarnos a la narrativa de Fernández Mallo e incluye entrevistas con Eloy Fernández Porta, Vicente Luis Mora, Pere Joan y Antonio Luque, entre otros artistas vinculados a su narrativa".

Los bueno de Nocilla Dream es que no necesitas que nadie te la acerque ni te la explique. Se basta a sí misma.

4. El cobrador, de Rubem Fonseca. Lo publica RBA en septiembre: Uno de esos autores a los que ya consideran un clásico.

Brasileño, nacido en 1925, fue policía antes de dedicarse a escribir.

Este libro es de relatos y dice la editorial que son: "secos, ásperos, directos y magistrales, sin concesiones a las florituras literarias ni psicológicas, ofrecen un brutal fresco de descomposición social, y acumulan una enorme cantidad de imágenes inolvidables que producen perplejidad ante el mal, el individual y el colectivo".

No lo conozco, más que de oídas, no he leído nada de él, me apetece descubrirlo.

5. El ruido eterno, Alex Ross. Lo publica Seix Barral en septiembre: Un repaso a la historia del siglo XX a través de la música. Puede que sea sólo una curiosidad, pero parece que no.

Corto y pego: "Nos descubre las conexiones entre los acontecimientos más importantes y los compositores más influyentes".

El libro ha recibido un montón de premios (finalista de Pulitzer, ganador del National Book Critics Circle Award, uno de los mejores libros del años para el New York Times, etc).

El autor es crítico musical del New Yorker.

Otro día, más.

Quizá, esta vez sí haya una segunda parte.

jueves, 20 de agosto de 2009

Lecciones de existencialismo barato (leyendo a Kierkegaard camino de Asturias)


Corto y pego de Temor y temblor, de Søren Kierkegaard, en la traducción de Demetrio Gutiérrez Rivero para Ediciones Guadarrama:
Sí, el prodigio está en vivir así, en virtud del absurdo, alegre y feliz a cada instante y a lo largo de toda una vida, viendo siempre la espada suspendida sobre la cabeza de la amada, pero sin que por ello se busque el reposo en los dolores de la resignación, sino encontrando precisamente la alegría y la felicidad en virtud del absurdo. El hombre capaz de lograrlo es grande, el único grande entre todos los hombres.
Aunque Kierkegaard no hablaba de esto: ni del calor ni de las carreteras ni de las escapadas de fin de semana ni del embrutecimiento.

Kierkegaard hablaba de Dios, de la fe y de un viaje terrible: el de Abraham hasta el Monte Moria para sacrificar a Isaac, su propio hijo.

Kierkegaard fue uno de los hombres más desgraciados de la historia, suponiendo que eso se pueda medir o establecer un ranking.

Era jorobado.

Conoció a una mujer, Regine Olsen. Se enamoró de ella. Le pidió que se casaran. Regine dijo que sí, pero luego Kierkegaard fue incapaz de asumir el compromiso. Ella se marchó con otro. Él no la pudo olvidar nunca.

Una vez Kierkegaard pidió que le insultaran y caricaturizaran desde una revista de la época. Sus enemigos lo hicieron con tanta saña que la gente se burlaba de él y le acosaba por la calle. El pobre estuvo a punto de no volver a escribir.

Enterró a cinco de sus seis hermanos.

Siempre creyó que Dios odiaba a su familia y que les estaba castigando porque su padre de joven había maldecido al cielo.

Otro día hablamos con calma de Kierkegaard.

Sólo le pasó una cosa buena en la vida: no tuvo que trabajar gracias a la herencia que le dejó su familia.

Justo después de haber sacado del banco el poco dinero aún que le quedaba, cayó desplomado en la calle. Tenía 42 años.

Quizá por eso, y por todo lo demás, ayer me acordé de él.

Para Faemino y Cansado, Kierkegaard es tan importante como para mí.

martes, 18 de agosto de 2009

Amores modernos, amores brutales y regaliz en el gin tonic (del 'Agrio' de Valérie Mréjen al 'ENORME POLLÓN' de Carlos Herrero)



Shumookh quedó segundo.

No me pagó ni la cena ni las copas.

Pero hizo una gran carrera.

Al margen de eso, me gustó Lasarte.

Mucho.

Está a años luz de los hipódromos de por aquí: La Zarzuela o Dos Hermanas.

Y en Bilbao me prepararon un grandísimo gin tonic: Bulldog con Fever-Tree y un par de barritas de regaliz.

Lo del regaliz puede parecer una pijada.

Pero no: haced la prueba en casa.

Regaliz El Gato, de grosor medio, ni fino ni muy gordo.

Supongo que eso también es importante.

Y ya, cerramos el rincón del barman y hablamos de un libro, uno de los últimos leídos.

Se llama El Agrio y es muy cortito: 89 páginas.

Lo escribe Valérie Mréjen, lo edita Periférica y lo traduce Sonia Hernández Ortega.

Es una historia de amor: chica conoce a chico, chica se enamora de chico, chico va a su bola, defiende su independencia, no devuelve las llamadas, desaparece cada dos por tres, sigue con su novia de antes, se va ligando a otras...

La historia la cuenta la chica.

Es una chica moderna, pero no tonta. Ni un pelo de tonta.

Va acumulando detalles, cosas muy pequeñas y cotidianas, como pinceladas, y así retrata a los dos personajes y te mete en su relación.

La novela se desarrolla a saltos, hacia adelante y hacia atrás, de manera muy fragmentaria.

A muchos les ha encantado.

Encaja con cierta sensibilidad y es un buen libro: muy hábil, muy bien contado, incluso habrá quien los defina como "con alma".

Aunque habrá también a quién no le convenza el tono, esa languidez, sin dramas ni desgarro, su coqueteo constante con cierto tipo de ñoñería (pero sin caer nunca en ella).

Quizá esos lectores le agradecerán a la autora su pudor, y que no lo llene todo ni de babas ni de lágrimas, pero quizá tampoco se la terminen de creer, como si en realidad el personaje llamado Valerie Mréjen estuviera todo el rato intentando convencerse de algo que no es, como si quisiera convertirse en su abuela, amar como ella, o como en una novela rosa, tener sus expectativas y un príncipe azul.

Quizá el gran atractivo del libro sea justo eso: la tensión entre lo que la protagonista es y lo que desea ser, todo aquello que calla y que a lo mejor ni siquiera se dice a sí misma.

Y así, en esta posible lectura, los reproches o su ausencia de reproches hacia el chico, toda la melancolía, esa queja que no termina de estallar, va más bien dirigida contra ella y no contra el otro. O sea, contra su propia incapacidad de amar y entregarse.

Es sólo una posible lectura.

Luego habrá muchas, y muchos, como señala la editorial, que no verán fisuras por ninguna parte, se sentirán superidentificados y la convertirán en algo así como su guía espiritual, o su consultorio de la señorita Francis.

Al menos durante una o dos semanas: justo el tiempo necesario para contraer alguna otra enfermedad.

Entiéndase estos últimos párrafos como una caricatura.

Nada más que eso.

De verdad que es una buena novela. Y con un final estupendo, sobre el que no diremos nada para no joderlo.

Hay otro tipo de amor.

Y de historias de amor.

Mucho más descarnadas y sinceras, aún cuando también disimulen y se oculten.

Carlos Herrero, nunca nos cansaremos de recomendarlo, publicó ayer en El País uno de esos relatos suyos, que parecen marcianos, pero no, de marcianos nada, toda una lección.

Como dije (me encantan las autocitas) o escribí sobre sus Cuentos rotos: "No son cuentos perfectos, relamidos o basados en una idea muy brillante e ingeniosa, pero hay en ellos más verdad, más vida y más literatura que en la mayoría de libros que llevamos leídos este año".

Lo único que me pregunto es cuántas quejas habrá recibido El País por publicarlo, si es que ha recibido alguna.

Y si el domingo su Defensora del Lector se verá obligada a decir algo al respecto.

viernes, 14 de agosto de 2009

Camino del Hipódromo de Lasarte (hay que llevar la contraria a Bukowski)


Corto y pego de Escritos de un viejo indecente, de Charles Bukowski, editado por Anagrama y traducido por J. M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez:
Lo que quiero decirte es que la razón de que estén en los hipódromos la mayoría de los que están es que viven en un calvario, sí y tan desesperados están que prefieren arriesgarse a una angustia aún mayor a aceptar su situación real (¿) en la vida. (...) nos construimos nuestros propios hipódromos y aullamos cuando nos arranca los cojones el encargado subnormal que agita la gran cruz de plata (el loro se acabó). que esto explique, pues, por qué algunos, quizás la mayoría, quizás todos nosotros, estamos allí, por ejemplo, un día como el 22 de marzo de 1968, de tarde, en Arcadia, California.
Aunque quizá tampoco haya que dramatizar.

Hoy por lo menos no.

Quizá no se necesite estar desesperado.

Ni que te arranquen los cojones.

Ni aullar.

Ni una carga de angustia mayor de la que se soporta a diario.

Quizá, a veces, una carrera de caballos sea sólo una carrera de caballos.

Y la oportunidad de encontrarte con un par de personas que te apetece ver.

Y escapar del calor de Madrid.

Y llevar la contraria a Bukowski.

Sobre todo eso.

También a todos los caballos favoritos (Young Tiger, Bannaby...) para apostar por el bueno de Shumookh.

Pocos confían en él, pero a mí ya una vez me hizo feliz.

Por el dinero ganado, no mucho, y porque justo delante estaba el Innombrable, el que nunca pierde, aunque esa vez sí.

Shumookh le hizo morder el polvo.

Ojalá mañana repita y me page la cena en Bilbao y las copas que habrá que tomarse luego.

Y ojalá a esa victoria le sigan muchas otras cosas buenas.

Cada uno tiene sus motivos.

Pero supongo que estos son los míos para subir mañana, 15 de agosto de 2009, a San Sebastián y estar en la Copa de Oro, una de las mejores carreras de caballos que se han visto, y se van a ver, en mucho tiempo.

(La foto la robo de aquí. Está hecha en el Hipódromo de Santa Anita, al que solía ir Bukowski y del que habla en el texto con el que hemos encabezado esta entrada.)

miércoles, 12 de agosto de 2009

Una oración por todos nosotros, bebedores (sobre 'Beber para contarla')


Parece que esto va a ir hoy también de hígados enfermos.

O a punto de enfermar, o que no tardarán en hacerlo, o que asumen demasiados riesgos, o que tal vez se salven, pero de milagro.

Da igual.

Hoy no importa la enfermedad.

Lo que importa es el hígado, esta vez humano, y para más señas, irlandés, sometido a una ingesta masiva de alcohol y escurrido luego a conciencia para que chorree literatura.

Importa por un libro, Beber para contarla, editado por La otra orilla y que reúne 15 textos de escritores irlandeses recopilados por Peter Haining.

En todos ellos está presente, de una u otra forma, el alcohol.

Entre los autores, hay viejos conocidos: Joyce, Beckett, O´Brien, Patrick McCabe y hasta Shane McGowan, el de The Pogues, explicando cómo y por qué montó el grupo y escribiendo frases como las que siguen:
No quería insultar a la inteligencia de las personas y no quería dármelas de puto intelectual. No quería que la música tratase de la angustia y de lo terrible que es estar tumbado en tu cuarto chutándote heroína y toda esa basura. No quería que hablara de lo puta que es la bebida, de lo mala que es, sino que más bien quería hacer una celebración de las drogas, de la bebida y de la vida. Quería festejar el lado oscuro de la vida que tanto disfruto. Me flipan los pubs, las drogas y el sexo.
Por si alguien no lo sabe, su idea funcionó, y McGowan, con The Pogues, hizo cosas así:



Luego, volviendo al libro y a quienes escriben en él, hay sorpresas. O autores menos conocidos, como Malachy McCourt, hermano espabilado y crápula de Frank, el de Las cenizas de Angela, que aquí nos cuenta cómo abrió el primer bar para solteros de Nueva York. Era, por supuesto, un auténtico bar irlandés.

Y sobre todo, Eamonn Sweeney. Atentos, editores que leéis esto, aunque estéis de vacaciones, aunque os dé mucha pereza, aunque no hayáis oído hablar de él en la vida, corred y contratad inmediatamente los derechos de su novela Waiting for the Healer. A juzgar por sus doce primeras páginas, publicadas aquí con el título de La despedida de soltera, es un trallazo. "Realismo guarro, irlandés, original, violento y doloroso", lo definen. Pero mejor no contar nada. Mejor enfrentarse a él sin saber dónde te estás metiendo. No dejéis que nadie os lo joda, ni siquiera J. L. Miranda, que lo traduce y escribe una introducción. Leedla, sí, pero después, al acabar. Es uno de los mejores relatos de todo el libro.

Otros textos son flojitos. Pero aún así. Este libro es mucho más que un conjunto de cuentos o de historias cogidas de aquí y de allá. Beber para contarla es un estado mental. O mejor, un paisaje retratado desde distintos ángulos y a lo largo de cientos de años.

Un paisaje de pubs y de tabernas, de miseria, de golfos, de asesinos con buen corazón, de mujeres con aspecto de ejercer la prostitución pero que dicen vender entradas para el cielo (o sea, que sí, que son putas), de borrachos que mueren ahogados y de terratenientes que celebran su ruina, de ingleses estúpidos que jamás entenderán la tierra que pretenden seguir explotando, de emigrantes, de granjeros que no han conocido el amor, de paradojas y de pasión por el absurdo, de misticismo, de grandeza de espíritu, de amargura y de nostalgia, de humor, muchísimo humor, y de moribundos que al cerrar los ojos sueñan con el aire viciado de un bar.

Es, claro, un retrato de Irlanda, a través de uno de sus símbolos nacionales: el culto a la cerveza, el whiskey y, en general, cualquier otra bebida con la suficiente graduación.

Pero es también eso que pretendía Shane McGowan con The Pogues: una reivindicación del alcohol y de todos esos vicios que nos permiten seguir viviendo. Aunque duelan, aunque poco a poco nos vayan minando.

Y al final, cuando acabas esa otra joya, De visita, relato de Bernard MacLaverty con el que se cierra el libro, te dan ganas de entonar una oración, parafraseando aquella con la que Joseph Roth terminaba La leyenda del santo bebedor, algo así como:

Denos Dios (o quien sea) a todos nosotros, bebedores, fuerza y salud suficiente para seguir disfrutando del alcohol aún muchos años y a ser posible, hasta el final de nuestras vidas.

Amén.

lunes, 10 de agosto de 2009

Pobre perra estúpida (higados enfermos, corazones rotos, Tom Waits y Joan Margarit)

Mi perra me mira desde una esquina.

Acaban de diagnosticarle hepatitis.

No bebe, no folla, no consume drogas por vía parental.

Es una estúpida perra de ciudad, con un pedigrí estupendo, eso sí, toda una Gil de Biedma: sobrina nieta de Jaime, prima segunda de Esperanza Aguirre.

No miento: hay papeles que lo demuestran. Otro día cuento la historia.

Es que no es vírica, me explica sobre la hepatitis la inútil de la veterinaria después de haber necesitado veinte pinchazos para encontrar una vena y hacer un análisis de sangre, y poco antes de pasarme una factura de casi 200 euros.

Hija de puta, otra como el alergólogo, el que se parecía a César Vidal, otra que va y dice que no se sabe, que puede ser cualquier cosa, que a lo mejor se cura o a lo mejor se muere, que hay que esperar y ver la evolución...

Ya de noche, mi perra me sigue mirando algo triste y cuando abro una cerveza, aparece el rencor en sus ojos.

Como si el hijo de puta fuera yo.

Como si el alcohol que bebo tuviera la culpa de su hepatitis.

Dejo de repetir una y otra vez el vídeo con la victoria de ayer de You or No One en Lasarte (qué maravilla, qué clase, dan ganas de volver al hipódromo).

Dejo de ver el vídeo, decía, y le pongo una canción a mi perra, Bad liver and a broken heart, de Tom Waits. Me parece perfecta para la ocasión:



Y luego, le cuento un chiste de médicos.

Aunque esta vez no es de Faemino y Cansado, ni siquiera es de médicos, es en realidad de pacientes, y tampoco creo que se trate de un chiste, da la impresión de ser un poema.

Pero a mí me hace muchísima gracia.

Lo escribió Joan Margarit (por fin he encontrado el libro) y se llama Televisión en el servicio de traumatología (lo saco de El primer frío. Poesía (1975-1995). Ed. Visor. La traducción del catalán es de Antonio Jiménez Millán):
Anochece. Rodeados de sofás vacíos,
dejan entrar la luz de la pantalla
en la oscura caverna de sus sueños.
Él, sin piernas –el ruido de aquel tren
cruza de vez en cuando su cabeza–
ha puesto un cigarro en los labios de él,
que dejó los brazos en la torre eléctrica.
Cuando en la luz dudosa del deseo
aparece la chica más fría y sensual,
los dos se miran y se funden
en un solo hombre, tan ideal como ella.

domingo, 9 de agosto de 2009

Releyendo a Kafka en agosto (primera entrada sobre 'Un médico rural', editado recientemente por Impedimenta)


Iba a escribir sobre Un médico rural y otros relatos pequeños, la reedición que ha hecho Impedimenta de dos de los libros de cuentos que Kafka publicó en vida.

Quería contar lo mucho que me ha sorprendido volver a ellos.

Kafka sigue siendo el más moderno, el más bestia, el más siniestro, el más agudo, el más sutil, el que anticipa y, exageremos, el que se inventa el malestar del hombre contemporáneo, su impotencia y sus miedos.

Pero hoy no ha podido ser.

Mejor otro día.

De momento, te dejo con uno de los relatos.

Se llama Propósitos y la traducción es de Pablo Grosschmid:
Superar el abatimiento debería ser fácil, simplemente con la energía de la voluntad. Me despego del sillón, doy una vuelta alrededor de la mesa, pongo en movimiento la cabeza y el cuello, enciendo el fuego de los ojos y distiendo los músculos que los rodean. Contra mis propios sentimientos, saludaré impetuosamente a A. cuando llegue y toleraré amistosamente a B. en mi habitación. Y en cuanto a C., a pesar del sufrimiento y del esfuerzo, me tragaré todo lo que diga.

Sin embargo, aunque esto funcione, cada error interrumpe todo el devenir, lo ligero y lo pesado. Y tendré que volver a girar por el mismo círculo.

Por eso, el mejor consejo sigue siendo soportarlo todo, comportarse como una pesada masa; y cuando uno mismo se siente arrastrado, no dejarse impulsar a dar el menor paso innecesario, contemplar a los demás con la mirada de un animal, no sentir ningún remordimiento. En fin, ahogar con las propias manos lo que aún persiste como fantasma de la vida; es decir, ampliar más aún el último reposo sepulcral, sin dejar que subsista nada más.

Un movimiento característico de este estado es desplazar el dedo meñique sobre las cejas.
Feliz semana.

jueves, 6 de agosto de 2009

Hiroshima (testimonios de la masacre)


El 6 de agosto de 1945, Estados Unidos arrojó sobre Hiroshima la primera bomba nuclear de la historia.

Un año después, John Hersey recogió el testimonio de seis supervivientes en un reportaje para la revista The New Yorker.

Debolsillo acaba de reeditarlo con el título de Hiroshima. La traducción es de Juan Gabriel Vásquez e incluye un capítulo final escrito por Hersey en 1985, cuando volvió allí para averiguar qué fue de las personas cuya historia había contado.

Corto y pego una de las escenas que se produjeron el día del bombardeo:
Sobre el banco de arena, el señor Tanimoto encontró unos veinte hombres y mujeres. Acercó el bote a la arena y les pidió que subieran a bordo de inmediato. Pero no se movieron, y él se dio cuenta de que estaban demasiado débiles para levantarse. Se agachó y tomó la mano de una mujer, pero su piel se desprendió en pedazos grandes, como un guante. Esto lo afectó tanto que tuvo que sentarse un momento. Después regresó al agua; a pesar de ser un hombre pequeño, él solo levantó a varios hombres y mujeres que estaban desnudos y los llevó a su bote. Sus espaldas y sus pechos eran pegajosos y el señor Tanimoto recordó con desazón las quemaduras que había visto a lo largo del día: amarillas primero, luego rojas e hinchadas y la piel desprendida, y al final de la tarde, hediondas. Ahora que había subido la marea, su caña de bambú se quedaba corta y tenía que avanzar remando todo el tiempo. Sobre la otra orilla, en un arenal más alto, levantó los cuerpos viscosos y aún vivos y los subió por la pendiente para alejarlos del agua. Tenía que hacer un esfuerzo consciente por repetirse: "Son seres humanos".

Fueron necesarios tres viajes para llevarlos a todos al otro lado del río. Cuando hubo terminado, decidió que debía descansar un poco, y regresó al parque.

Caminando en la oscuridad, el señor Tanimoto se tropezó con alguien, y alguien más dijo con enojo: "¡Cuidado! Ahí está mi mano". Avergonzado de haber hecho daño a una persona herida, apenado por ser capaz de caminar erguido, el señor Tanimoto pensó de repente en el barco hospital que no llegaba aún (nunca llegaría), y sintió por un instante una ira ciega contra la tripulación del barco y luego contra los doctores. ¿Por qué no venían a ayudar a esta gente?
Casi como si quisiera responderle, al señor Tanimoto y a sí mismo, a tantas y tantas víctimas y supervivientes, Michihiko Hachiya dejó también su testimonio en Diario de Hiroshima de un médico japonés (6 de agosto - 30 de septiembre de 1945), editado por Turner, con prólogo de Elias Canetti y traducción del inglés de J. C. Torres.

Corto y pego otra vez:
El día entero habían llegado hasta mí detalles sobre la destrucción de Hiroshima, sobre las escenas de horror presenciadas. Había visto a mis amigos heridos, sus familias disgregadas, sus hogares destruidos. Conocía los problemas que debía afrontar nuestro personal y sabía cuán valerosamente habían luchado contra fuerzas sobrehumanas. Estaba al tanto de lo que debían soportar los pacientes, de la fe que tenían en esos médicos y enfermeras cuya impotencia, pese a que ellos no lo sabían, igualaba la suya propia.

Gradualmente, mi capacidad de comprender la intensidad de su sufrimiento, de compartir con ellos el dolor, la frustración y el horror fue menguando de tal forma que me encontré de pronto aceptando cuanto me habían contado con ecuanimidad y una desaprensión que no habría creído posible jamás.

Dos días habían bastado para que me sintiera cómodo en aquel ambiente de caos y desesperación.

Me sentía solo, pero mi soledad era como la de un animal. Mi ser se volvió parte de la oscuridad de la noche. No teníamos radios, ni luz eléctrica, ni siquiera una vela. La única luz que me llegaba era la reflejada en sombras inquietas por la ciudad en llamas; los únicos sonidos, los lamentos y sollozos de aquella marea humana dolorida. De vez en cuando un moribundo llamaba a su madre en mitad del delirio, o la voz de un doliente balbuceaba la palabra exaiyo: "el dolor es intolerable; ¡no puedo resistirlo!".

¿Qué clase de bomba era la que había destruido Hiroshima? ¿Qué habían dicho antes mis visitas? Cualquiera que fuese la respuesta, parecía una locura.
Dos días después, Nagasaki también fue bombardeada.

Sólo durante los primeros meses, se calcula que murieron entre 90.000 y 140.000 personas en Hiroshima, y unas 80.000 en Nagasaki.

Nadie fue juzgado por crímenes de guerra ni contra la humanidad.

Aún hoy, muchos siguen justificando la destrucción de ambas ciudades.

Paul Tibbets, piloto del B-29 que bombardeó Hiroshima, presumía de no haber dejado de dormir ni una sola noche desde que "hizo lo que tenía que hacer".

(Pie de foto: La imagen pertenece al archivo de la revista Life. Dos supervivientes de Hiroshima esperan a ser atendidos por el médico en octubre de 1945.)

martes, 4 de agosto de 2009

Cuando las cosas se tuercen (sobre 'Pero sigo siendo el rey', de Carlos Salem)


Leo Pero sigo siendo el rey (Ed. Salto de Página), de Carlos Salem.

Carlos Salem nació en 1959 y se define a sí mismo como argeñol (mitad argentino, mitad español).

En los últimos años ha publicado dos novelas: Camino de ida (premiada en la Semana Negra de Gijón) y Matar y guardar la ropa (por la que acaba de ser nominado en Francia a un premio, según cuentan, importante y prestigioso).

No he leído ninguna de las dos.

Salem tiene también varios poemarios, un libro de relatos y un bar en Madrid, el Bukowski Club, donde ponen copas y organizan actividades culturales.

Les entrevisté una vez, a los del Bukowski, vía mail, aunque nunca he estado allí.

Pero sigo siendo el rey va de un detective privado que cumple todos los tópicos del género: ex policía, algo bestia en sus métodos, justiciero, defensor de los débiles y con el corazón roto por una mujer que murió mientras él cumplía con su deber...

El detective se llama Jose María Arregui y en cierta ocasión (Salem cuenta la historia en otra de sus novelas) salvó al rey, a Juan Carlos I, por lo que tiene cierto prestigio y una medalla con el número privado del Borbón: puede llamarle para lo que quiera, aunque él nunca lo hace.

Al revés, es a Arregui a quien va a llamar el Ministro del Interior porque Juan Carlos ha desaparecido después de dejar una nota de despedida: "Me voy a buscar al niño. Volveré cuando lo encuentre. O no. Feliz Navidad".

España está en peligro. Nadie sabe qué ha pasado con el rey y sólo un hombre podrá salvarnos...

Pero sigo siendo el rey empieza muy bien, como un tiro: lees y lees, no quieres parar. Es divertida y agilísima. Tiene humor, incluso cierto tono paródico. Entre la parodia y el homenaje al género negro.

Salem también se pone lírico a ratos, pero no molesta.

Eso la primera parte.

Luego viene la segunda, donde Salem le da la vuelta a todo.

Pero sigo siendo el rey deja de ser una novela de detectives y se convierte en otra cosa: la historia de dos personajes, Arregui y el rey, perdidos en un territorio del que nadie sabe cómo escapar, un paisaje crepuscular y delirante, una España anclada en el pasado, con videntes que sólo pueden adivinar lo que ya ha ocurrido, directores de orquesta que buscan una sinfonía que perdieron hace años o dos combatientes que aún siguen luchando en su particular Guerra Civil, a razón de 12 balas diarias para que no se les acaben.

Salem vuelve a acertar al mezclar y confundir géneros, al intentar escribir algo diferente, inclasificable y por momentos, poderosísimo.

Lo malo es la tercera parte: la novela se desinfla y se vuelve previsible, demasiado ingenua y autocomplaciente.

Da la impresión, y puede que me equivoque, que Salem lo llena todo de guiños que se hace a sí mismo y a su obra anterior, o a los colegas (con Paco Ignacio Taibo II, por ejemplo, convertido en un personaje que come mucho y es capaz de adivinar dónde ha sido embotellada cada Coca-Cola que bebe).

El lector, en cualquier caso, siente que han montado una fiesta pero que a él no le han invitado.

Se queda fuera.

Echa de menos la agilidad del principio, cuando todo era tan divertido, o esa desquiciada desolación de la segunda parte, cuando todo le sorprendía.

El lector se cabrea y le jode que la novela se haya torcido, la estaba disfrutando. Mira las paginas que todavía le faltan, desea que acabe pronto, aunque en realidad, da lo mismo: ya sabe lo que va a pasar y cómo termina todo.

(¿Y el rey? Tiene gracia lo de convertirlo en un personaje de ficción, pero Salem se muestra muy comedido, no carga las tintas y evita provocar. El resultado es un Juan Carlos I "entrañable" y que se divierte contando chistes malos.)

domingo, 2 de agosto de 2009

Desgracia

Hay libros que pueden joderte la vida.

Igual que hay libros que pueden salvarte.

Es una idea absurda y supersticiosa.

Seguro que sí.

Pero yo no me la quito de la cabeza.

Digo joderte la vida y no me refiero a deprimirte, o a hacer que te sientas muy mal durante diez minutos, un par de horas, todo el fin de semana.

Hablo de algo más extraño y profundo: como si en lo que estás leyendo se encontrara ya escrito, de alguna manera, lo que va ser tu vida a partir de ese momento.

Puede que el libro en cuestión se limite a anunciarlo.

O puede que el libro sea quien lo provoque todo.

No sé muy bien cómo funciona.

Por suerte, hay muy pocos libros así.

Quizá cada uno tenga el suyo, su propio libro fatal, esperándole en alguna estantería.

Yo sé de un libro que mató a una persona.

O que anunció su muerte.

Y sé de un libro que me jodió la vida.

El mío se llama Desgracia y lo escribió J. M. Coetzee.

Es la historia de un hombre que se dedica a cuidar de los perros muertos.

El viernes estrenaron la adaptación cinematográfica que han hecho de él.

Por supuesto no pienso ir a verla.

Ni leeré nunca más a Coetzee.