lunes, 10 de agosto de 2009

Pobre perra estúpida (higados enfermos, corazones rotos, Tom Waits y Joan Margarit)

Mi perra me mira desde una esquina.

Acaban de diagnosticarle hepatitis.

No bebe, no folla, no consume drogas por vía parental.

Es una estúpida perra de ciudad, con un pedigrí estupendo, eso sí, toda una Gil de Biedma: sobrina nieta de Jaime, prima segunda de Esperanza Aguirre.

No miento: hay papeles que lo demuestran. Otro día cuento la historia.

Es que no es vírica, me explica sobre la hepatitis la inútil de la veterinaria después de haber necesitado veinte pinchazos para encontrar una vena y hacer un análisis de sangre, y poco antes de pasarme una factura de casi 200 euros.

Hija de puta, otra como el alergólogo, el que se parecía a César Vidal, otra que va y dice que no se sabe, que puede ser cualquier cosa, que a lo mejor se cura o a lo mejor se muere, que hay que esperar y ver la evolución...

Ya de noche, mi perra me sigue mirando algo triste y cuando abro una cerveza, aparece el rencor en sus ojos.

Como si el hijo de puta fuera yo.

Como si el alcohol que bebo tuviera la culpa de su hepatitis.

Dejo de repetir una y otra vez el vídeo con la victoria de ayer de You or No One en Lasarte (qué maravilla, qué clase, dan ganas de volver al hipódromo).

Dejo de ver el vídeo, decía, y le pongo una canción a mi perra, Bad liver and a broken heart, de Tom Waits. Me parece perfecta para la ocasión:



Y luego, le cuento un chiste de médicos.

Aunque esta vez no es de Faemino y Cansado, ni siquiera es de médicos, es en realidad de pacientes, y tampoco creo que se trate de un chiste, da la impresión de ser un poema.

Pero a mí me hace muchísima gracia.

Lo escribió Joan Margarit (por fin he encontrado el libro) y se llama Televisión en el servicio de traumatología (lo saco de El primer frío. Poesía (1975-1995). Ed. Visor. La traducción del catalán es de Antonio Jiménez Millán):
Anochece. Rodeados de sofás vacíos,
dejan entrar la luz de la pantalla
en la oscura caverna de sus sueños.
Él, sin piernas –el ruido de aquel tren
cruza de vez en cuando su cabeza–
ha puesto un cigarro en los labios de él,
que dejó los brazos en la torre eléctrica.
Cuando en la luz dudosa del deseo
aparece la chica más fría y sensual,
los dos se miran y se funden
en un solo hombre, tan ideal como ella.

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