domingo, 28 de febrero de 2010

Esperando la tormenta perfecta en 'El Jardín de los Suplicios' (sobre la novela homónima de Octave Mirbeau)

Después de la lluvia iba a venir el viento.

El ministro del Interior nos había avisado: "No es el mejor fin de semana para hacer footing o ir a ver las olas del mar".

Sábado por la tarde, decido quedarme en casa con un libro, El Jardín de los Suplicios (Ed. Impedimenta), de Octave Mirbeau y traducido por Lluís Mª Todó, mientras espero a la ciclogénesis explosiva.

El Jardín de los Suplicios se publicó por primera vez en 1899 y fue muy escandaloso entonces.

Leído más de un siglo después, se entiende que no sentara bien y lo que es más importante en el caso de una novela así: transmite muy, muy mal rollo.

El Jardín de los Suplicios es un descenso a los infiernos o una pesadilla, como prefieras.

La historia arranca con un grupo de escritores, filósofos, médicos, etc, discutiendo sobre el asesinato.

Uno de ellos dice: os voy a contar lo que me pasó a mí y empieza la segunda parte.

La segunda parte es muy divertida, muy irónica, con muy mala leche: un buscavidas explica cómo ha intentado meterse en política, por mediación de un íntimo amigo suyo ministro, y cómo ha fracasado.

Mirbeau arremete contra todo y contra todos, burgueses y políticos, dibujando un panorama de corrupción generalizada, de trepas, de ladrones, de chantajistas, de hipócritas...

Entonces el ministro le dice a su amigo: te voy a dar una beca muy bien pagada para que te vayas un par de años a Asia. Es una beca científica, para un embriólogo, pero da igual que tú no seas ni científico ni embriólogo ni nada. Es sólo dinero público.

El amigo, o sea, el buscavidas, o sea, el narrador, conoce a una inglesa en el barco, una pelirroja tan libertina y tan golfa como él, pero además ella tiene muchísimo dinero, se enamoran y se quedan en China.

En China es donde está el Jardín de los Suplicios que da nombre al libro.

El Jardín de los Suplicios es el jardín de una cárcel y allí se cometen todo tipo de crímenes, ejecuciones, martirios, etc.

Mirbeau alterna las descripciones florales y de la vegetación del jardín con las de las torturas, los cadáveres pudriéndose, los insectos volando a su alrededor y la sangre que lo riega todo y lo mantiene todo con vida.

Si la segunda parte era divertidísima, la tercera es terrible y siniestra, muy cruel, llena también de referencias sexuales que en ningún momento se ocultan.

Es reiterativa, sí, e irregular, claro, y amanerada, por supuesto.

Pero todo ello contribuye a la hora de hacerla aún más asfixiante.

Como el infierno.

O como las pesadillas.

De eso se trataba, ¿no?

Y quien quiera, también podrá leerla como una denuncia de la civilización y la brutalidad de las leyes. Un alegato libertario contra los jueces, los soldados y los sacerdotes, a quienes Mirbeau dedica el libro.

O como una alegoría de la monstruosidad de la vida, en general.

Yo, al acabarla, me fui a dar un paseo.

La tormenta perfecta, en Madrid, se había convertido en un viento algo fuerte pero muy agradable.

No tuve que esquivar cornisas ni macetas ni árboles que iban desplomándose a mi paso.

Al revés, ese viento me despejó la cabeza y hasta me dio fuerzas para acercarme al chino de al lado de casa a por unas cervezas sin miedo de encontrarme al otro lado del mostrador a un verdugo dispuesto a arrancarme la piel a tiras.

No, la tormenta perfecta no había llegado a Madrid, y los chinos cabrones y sanguinarios se habían quedado dentro del libro.

El chino que yo tenía delante era el mismo tipo encantador de siempre. Me recibió con una sonrisa y luego me preguntó lo mismo de todas las noches que voy a verle: "¿cuánta lata quiele hoy?".

jueves, 25 de febrero de 2010

Lucha en el barro (Spinoza contra Tom Waits y Gabriel Ferrater)


Llueve y llueve en Madrid.

Recurro a la Ética de Spinoza para que me recuerde cosas como que "la devoción es el amor hacia quien nos asombra" (Definición de los afectos, X, Parte III) o que "el regocijo no puede tener exceso, sino que es siempre bueno, y, por contra, la melancolía es siempre mala" (Proposición 42 de la Parte IV).

Pero se me cruza una canción, More than rain, y es tan graciosa la presentación que hace Tom Waits en este concierto que me quedo con ella.

Tan graciosa y tan inteligente.

Mando a la mierda a Spinoza y hasta empiezo a entender que haya una web de superodiadores del filósofo.



Me quedo con More than rain.

Con More than rain y con un poema de Gabriel Ferrater, La vida furtiva:
Seguramente será como ahora. Estaré despierto,
iré arriba y abajo por el corredor. Como un minero
que sale de un pozo, me subirá
desde el silencio de toda la casa, brusco,
el ronquido del ascensor. Me detendré a escuchar
el abofeteo de puertas de metal y los pasos
en el rellano, y adivinaré el instante
en el que arrancará a temblar la angustia del timbre.
Sabré quienes son. Les abriré enseguida. Todo perdido,
que entren éstos, a quienes se lo tendré que decir todo.
De hecho, cuando lo estaba leyendo han llamado a la puerta.

Pero no eran "éstos".

Ni siquiera he tenido que decirlo todo.

Al revés, sólo ha hecho falta que yo cerrara un poco la boca y escuchara lo que a mí me tenían que decir para así, quizá, y sólo quizá, ayudar a alguien que había tenido un día mucho peor que el mío.

"Choke those little bad days! Choke'em down to nothing! There are your days, Choke'em! You choke my days, I'll choke yours!..." Lo dice Tom Waits y él de lluvia sabe más que nadie.

(La foto del muñequito con la cara de Spinoza y la web de sus superodiadores las descubro aquí. Y la presentación de Tom Waits está transcrita en YouTube, a la derecha del vídeo, en el enlace donde pone "más información".)

martes, 23 de febrero de 2010

Ya sólo quiero reseñar libros que de verdad me entusiasmen (sobre 'Los asesinos lentos', de Rafael Balanzá)

Hoy empiezo a escribir tarde, sin una foto que encabece la entrada y con un cursilada.

O sea, que acabaré rápido.

La cursilada es ésta: hay libros que al terminarlos te dejan como huérfano.

Huérfano, o vacío, o lo que sea.

Ya nada volverá a ser lo mismo, te dices.

Por supuesto, es mentira.

Pero en ese primer momento te lo crees y te cuesta leer cualquier otro, y no te concentras, y sientes que te falta algo muy importante.

A mí me ha pasado con Fuck America, de Edgar Hilsenrath.

Ya he hablado de él.

Después lo he intentado con otros, pero no había manera.

Buenos libros, creo, de editoriales que no me suelen fallar.

Nada, saltaba de uno a otro, ninguno me convencía.

Al final, lo he conseguido con Los asesinos lentos (Ed. Siruela), de Rafael Balanzá, novela ganadora del último Premio Café de Gijón.

Y sin embargo, no puedo decir que me haya entusiasmado.

Por eso no iba a escribir una reseña aquí.

Yo es que ya sólo quiero escribir aquí reseñas de libros que de verdad me lleven hasta ese punto de entusiasmo, de entrega, de dar palmas con las orejas.

Los asesinos lentos es la historia de un tal Juan, que está casado, tiene una familia, una vida más o menos estable y satisfactoria, etc.

Hasta que aparece Valle, amigo suyo de la juventud y ex compañero de una banda de rock.

Valle le dice que se siente muy jodido y fracasado, y que por eso va a matarle.

Juan no tiene la culpa de nada, pero a raíz de ese encuentro su vida también empieza a torcerse...

Vale.

Los asesinos lentos a mí me ha parecido una novela muy convencional y antigua.

No sé muy bien qué significa aquí antigua.

Hilsenrath, por seguir hablando de él, es mucho más viejo y no especialmente experimental ni posposmoderno ni nada por el estilo, pero no parece antiguo.

Quizá sea por cierto afán de filosofar, muy en plan decimonónico, por parte de Balanzá.

Tipo Dostoievski, pero sin ser Dostoievski.

Como si quisiera enfrentarnos a determinados abismos que en su caso resultan pelín tópicos o grandilocuentes.

Quizá influya también en esa sensación de estar leyendo algo antiguo el uso de determinadas palabras.

Palabras como ludibrio, palisandro, aulario o trizarse.

Por citar sólo cuatro ejemplos.

Puede parecer una pijada, pero no, en absoluto.

En cuanto las lees, se te viene abajo la novela, esa gran mentira, quiero decir, su credibilidad.

La cosa chirría.

O quizá sea porque el relato está planteado como una confesión o porque en muchos momentos tienes la impresión de que esa historia que estás leyendo ya te la han contado antes.

Y sin embargo, Los asesinos lentos tiene ritmo, que es más del 50% de la literatura, no aburre y consigue interesar al lector.

A mí, además, me ha ayudado a superar esa sensación de duelo, de pérdida, o de orfandad que me dejó Fuck America.

Y eso, en estos momentos, me parece suficiente.

Ya que no he encabezado la entrada con ninguna foto, cierro con una canción de Ilegales (porque dicen que se separan).

Es antigua, lo sé, muy antigua, y a ratos también lo parece, pero a mí me sigue gustando tanto como el primer día.

domingo, 21 de febrero de 2010

Exterminad a todos los salvajes 1 (dos horas de limpieza y un fragmento de Vázquez Montalbán)

Trato de poner un poco de orden en casa.

Dedico dos horas del sábado (dos horas, ni un minuto más) a deshacerme de parte de la basura entre la que vivo.

Mi segundo nombre es Diógenes.

Juan Diógenes de Todos los Santos.

Vacío un cajón de la cocina lleno de sobres de ketchup del McDonalds y del Burger King.

Todos caducados.

Vacío otro cajón lleno de medicinas, como el de una vieja, todas también caducadas.

No daré detalles porque a través de todas esas pastillas, jarabes, inyectables y cajas vacías, podría trazarse un retrato demasiado íntimo de mi vida durante los últimos años.

Mi vida, la de alguna otra persona muy cercana y la de mis perros.

Decido también acabar con esas pilas de periódicos y revistas apiladas en distintos rincones de la casa.

No dejo ni uno.

Entro en ese estado mental.

Como el de Kurtz en El corazón de las tinieblas, cuando escribe eso de: "¡Exterminad a todos los salvajes!"

Sólo se salva un ejemplar de El Mundo, del 28 de noviembre de 2008.

Se cae al suelo en el último viaje al contenedor de papel.

Entonces me fijo en él, ese titular: "Descalza en el infierno", y esa foto de la Presidenta con los calcetines blancos y los zapatos de tacón.

(¿Soy el único que siente un estremecimiento, no sé muy bien de qué tipo, al verla?)


Entre los periódicos, completamente olvidado, encuentro un libro: Poesía completa. 1963 - 2003. Memoria y deseo (Ed. Península), de Manuel Vázquez Montalbán.

Lo abro al azar y leo en él mi futuro.

El poema, o lo que sea, se llama Horóscopo.

La parte dedicada a Libra dice así:
Procure aplazar la venta de su alma al diablo. Consienta, con ciertos remilgos, ligeras inversiones de capital norteamericano en los fosfatos nacionales. Ponga un puesto de sombreros de paja en Marbella. Pero no venda sombreros de paja. Venda molinillos de papel y los clientes no se sentirán defraudados. Si se hace con algún dinerillo no se crea más importante que su hermano. Y si no tiene hermano ya se puede creer más importante que él. Si alguien le asegura que puede hacer de Vd. un político, no se lo crea. Vd. puede llegar a campeón en el concurso de Destreza en el Oficio. Vd. es el más grande capador de codornices que vieron los siglos. Se lo aseguro.
Otro día, colgamos otro poema más serio de Vázquez Montalbán.

Merece la pena.

Y otro día, si sigo con la manía de la limpieza y el orden, cuelgo aquí una lista de todos los libros de los que pienso deshacerme.

Así nos reímos todos.

E intentamos procurarles una muerte digna.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Sobre 'Fuck America', de Edgar Hilsenrath (lo siento, hoy es otro de esos días que no se me ocurre un titulo, basta con el del libro)


Leo Fuck America (Ed. Errata naturae), de Edgar Hilsenrath y traducido por Iván de los Ríos.

Fuck America es la historia de Jakob Bronsky, un superviviente del holocausto judío en el Nueva York de los primeros años 50.

Pero Fuck America no tiene nada que ver con lo que ya hayas leído antes sobre el Holocausto.

Para que te hagas un idea:
  • Fuck America es como si el mejor Bukowski, el más guarro, el más divertido, el más desesperado, hubiera pasado la II Guerra Mundial encerrado en un gueto judío de Rumanía.

  • Fuck America es como si el gran Primo Levi, al salir de Auschwitz, hubiera tenido que emigrar sin un duro a Estados Unidos para buscarse la vida allí e intentar escribir su gran obra sobre el Holocausto. Sólo que esa obra no tendría nunca un título tan lúcido y tan poético como Si esto es un hombre, sino uno mucho más arrastrado (más pegado a la tierra, al ser humano y a sus miserias, quiero decir), algo como El pajillero.

  • Fuck America es como si Kurt Vonnegut, ante la incapacidad para escribir y abordar el horror vivido en la II Guerra Mundial, se hubiera refugiado, no en los viajes en el tiempo ni en los extraterrestres, sino en sus fantasías sexuales y en los bares que no cierran nunca y en las putas de Nueva York.
Esto son sólo tres notas, tres referencias para intentar explicar una obra tan extraña y tan poderosa, poderosísima, como Fuck America.

Pero Fuck America es mucho más que eso.

Hilsenrath no da respiro. Literalmente te arrastra desde ese cruce de cartas desquiciado y terrible con el que se inicia la novela hasta el final.

Y entre medias, lo mismo te hace reír a carcajadas que te pone un nudo en la garganta.

Hilsenrath es sórdido, brutal y tronchante.

Hilsenrath enfrenta a su personaje, seguramente él mismo en su juventud, a los trabajos más miserables y a todas las penurias. Ese Jakob Bronsky que tiene 27 años pero parece un anciano, que intenta escribir sobre el Holocausto aunque ni quiere ni puede recordar, y que es pobre como una rata y se ve obligado a realizar cualquier trabajillo de mierda que le ofrezcan, y que casi nunca consigue echar un polvo.

Hilsenrath escribe o mejor, calla, sobre el Holocausto, el ascenso al poder de los nazis y cómo enloquece todo un pueblo, pero también habla de la complicidad de quienes no actuaron a tiempo y de esa América puritana, racista y obsesionada con el éxito, el dinero y la juventud de los años 50.

De los años 50 y de ahora.

De América y de todo Occidente.

¿Y qué más?

Que Hilsenrath, el autor, aunque parezca un personaje inventado existe y aún sigue vivo. Nació en 1926, su trayectoria ha debido ser muy parecida a la de su protagonista, el pobre Jakob Bronsky.

No consiguió que publicaran sus libros en Alemania hasta 1979.

Nadie entendía que se pudiera abordar el Holocausto desde el sentido del humor, aunque fuera un humor tan descarnado y amargo como el suyo.

No perdáis más tiempo aquí: corred a leerlo.

domingo, 14 de febrero de 2010

Amor y necrofilia en San Valentín (con un fragmento de 'La piel afilada', de Josan Hatero)


¿Cómo no escribir hoy?

Ni siquiera hay que pensar el tema.

Y es facilísimo dárselas de guay.

Tenía (tengo) varias opciones.

Un fragmento de Wanted lovers. Las cartas de amor de Bonnie & Clyde. Lo acaba de editar Alpha Decay e incluye, además de las cartas, tres poemas escritos por ella, Bonnie Parker, muy, muy graciosos.

Luego estaba Violeta del Prater, una gran, gradísima novelita (poco más de 100 páginas) de Christopher Isherwood.

La ha reeditado Veintisieteletras y es la historia de cuando el propio Isherwood trabajó en la industria del cine. Le encargan escribir el guión de uno de esos melodramas estúpidos, mientras Europa y el mundo entero está a punto de arder por la ascensión al poder los nazis, la II Guerra Mundial, etc.

La novela se cierra con una de esas reflexiones desesperadas sobre el amor, o la sucesión de amores y cuerpos en los que refugiarse frente a la muerte, el miedo y la imposibilidad de escapar de ninguno de los dos.

Demasiado lúcido.

Demasiado amargo.

O sea, que me quedo con la última opción, aunque aún tengo el libro a medias y ni siquiera sé si me gusta. Se llama La piel afilada. Un bestiario de amantes, lo ha escrito Josan Hatero y lo edita Alfaguara.

Ofrece justo lo que promete el título, un catálogo de distintos tipos de amantes, construido desde la imaginación y a ratos, el ingenio, con cierta ironía y cierto lirismo.

Es un libro bonito, porque además está ilustrado, muy bien ilustrado, quizá un juego o un ejercicio, un capricho.

El problema es hasta que punto merecen la pena los caprichos, los juegos, los ejercicios, los libros bonitos.

Da igual, todavían no tengo ni una respuesta ni un juicio definitivo.

Corto y pego una de las categorías de amantes de las que Hatero habla, los Enterrados, lo que además me sirve como excusa para entrar de lleno en el terreno de la necrofilia, que es lo que yo quería desde el principio, y justificar así la imagen que encabeza esta entrada, Le baiser, una foto de Joel Peter Witkins.

Hatero escribe esto:
Prefieren la oscuridad húmeda de la tierra a las sábanas. El color de su piel se confunde con la arena. Como la arena, su piel se escapa entre los dedos. Sus rituales de apareamiento comienzan con el dibujo de un mapa que envían certificado a su pareja: una X señala dónde se enterrarán luego. Nada excita más su deseo que excavar en la tierra en busca del cuerpo amado enterrado escondido tesoro. Túneles de tierra que anticipan túneles de carne, madrigueras. Túneles para escapar, senderos subterráneos secretos que se comunican, agujeros.
Después del sexo, surgen de debajo de la tierra, arañando la superficie como resucitados, el cabello sucio, les falta el aire, les sobra el peso del orgasmo, el contacto de otro. Cuando se destierran parecen mejores, un fruto nuevo.
Feliz semana.

jueves, 11 de febrero de 2010

Librerías zombis y puros de Virginia (con unos versos de Brecht)


Iba a escribir algo sobre los zombis.

Ahora están de moda y tienen su punto.

Mucho mejor que los vampiros.

Son cuerpo, puro cuerpo, con sus mutilaciones y su carne en descomposición.

Son además tontos.

Nada sofisticados.

A mí me acojonan los zombis de Resident Evil (el videojuego) o los de 28 días después (la película que hizo Danny Boyle antes de Slumdog Millionaire).

Hay varios libros recientes y de autores españoles con zombis de por medio.

Tienen buena pinta.

Pero no los he leído.

Uno es Apocalipsis Z. Los días oscuros, de Manel Loureiro y editado por Plaza & Janés.

La primera parte, Apocalipsis Z, surgió como un blog, luego pasó a ser novela y acabó convirtiéndose en un pelotazo.

O micropelotazo.

Apocalipsis Z. Los días oscuros es la continuación.

El otro libro me apetece aún más: es una versión zombi del Lazarillo.

Sí, El Lazarillo de Tormes.

Se llama Lazarillo. Matar zombis nunca fue pan comido.

Lo edita debolsillo y es anónimo, claro.

Bueno, anónimo, no, lo firma Lázaro González Pérez de Tormes.

Esto es también otra moda: hacer versiones zombis de los clásicos.

Empezaron con Orgullo y prejuicio y zombis, de Seth Grahame-Smith y editado por Umbriel, y muy pronto seguro que vemos un Torquemada en la hoguera zombi o un Guerra y paz zombi.

Pero yo no quería hablar de zombis.

Porque si no, tendría que hablar de La Casa del Libro. ¿Alguien conoce una librería que funcione peor?, ¿a alguien se le ocurre algún otro sitio dónde resulte más difícil que te atiendan?, ¿dónde tarden una semana en conseguirte un libro que tienen en otra de sus tiendas de Madrid?, ¿dónde nunca, nunca, nunca encuentras lo que buscas?

Yo fui ayer, y volví a decirme nunca más, y deseé una pronta muerte de la industria editorial al completo por obra y gracia del libro electrónico.

Todos.

Todos.

Todos.

Todos muertos.

Apocalipsis zombi-editorial.

Pero luego me arrepentí.

Lo juro.

Y juro también que nada de esto va contra sus empleados, a los que imagino que les pagan un sueldo infame, y les hacen mil putadas, y les joden vivos.

Como a casi todos los demás.

No, chicos (y chicas), esto no va por vosotros, pero se agradecería, de vez en cuando, un poco de amabilidad, o simplemente, educación.

Sólo educación.

Como devolver un saludo.

O responder a un gracias.

Y no lo digo como un servicio a vuestra empresa.

Sería más bien un servicio a la humanidad.

Para no convertirnos todos en zombis.

Para intentar seguir siendo personas.

Para que no nos quiten eso.

Al menos, una sonrisa.

Gracias.

Y ahora, a lo que íbamos, a Brecht.

Está guapo en la foto de arriba.

Se la hizo un colega, un tal Konrad Ressler.

Brecht entonces tenía 29 años y la gabardina de cuero, al parecer, era de su madre (por eso se abrocha a la izquierda).

Ressler le hizo otras fotos y las exponen en el Centro Dramático Nacional, donde representan Madre Coraje y sus hijos.

Hoy era la inauguración.

Más datos aquí.

Cierro con un poema de Brecht, que es lo que quería poner desde el principio.

Sólo eso.

Pero el poema ahora me parece largo y no quiero fatigar a nadie.

Corto y pego el final de Del pobre B.B., un autorretrato del Brecht joven, en el que se define como puede verse en la foto: "Desconfiado y vago y contento en el fondo".

Y mujeriego, y noctámbulo, y amigable con la gente.

El poema acaba así, pero mejor, leerlo entero, tampoco es tan largo, y merece la pena:
En los terremotos que vendrán espero
no dejar que apague la amargura mi puro de Virginia,
yo, Bertolt Brecht, arrojado a las ciudades de asfalto
desde los bosques negros, dentro de mi madre, a una temprana edad.

martes, 9 de febrero de 2010

Novocaína para el alma, tralalá-lalalá (reseña cantarina de 'Cosas que los nietos deberían saber', de Mark Oliver Everett)



Leo Cosas que los nietos deberían saber.

Cosas que los nietos deberían saber es la historia de Mark Oliver Everett contada por él mismo. Lo edita Blackie Books y lo ha traducido Pablo Álvarez Ellacuría.

Mark Oliver Everett tiene un grupo que se llama Eels: canta, compone y lo hace todo. Aunque luego llama a otros músicos para que le acompañen, salir de gira, etc.

A mí nunca me ha interesado Eels.

Siempre me ha parecido uno de esos grupos indies, pelín pretenciosos y aburridos.

¿Por qué leo entonces la autobiografía de Everett?

Porque hablan bien de ella en varios sitios, porque alguien menciona por ahí a Kurt Vonnegut y porque la abro un buen día y me encuentro un principio tan, tan potente, que barre todos mis estúpidos prejuicios y me pone a sus pies.

Hasta empiezo a escuchar a Eels y ya no me parecen tan aburridos.

Tiene canciones buenas, como la que he colgado arriba, su gran éxito, una de las primeras: Novocaine for the soul. O sea, Novocaína, que es un anestésico local que utilizan los dentistas, para el alma. Y el tío, traduzco libremente, dice: la vida es dura, y yo estoy aquí, dame algo y así no me muero, novocaína para el alma antes de que explote, antes de que explote, tralalá-lalalá.

El principio de Cosas que los nietos deberían saber es así: Mark Oliver Everett de noche, conduciendo por Virginia y buscando un puente desde el que tirarse.

Es el verano de 1982, el verano del amor, lo llama él. Everett tiene 19 años. El novio de su hermana le ha querido matar con un cuchillo, su hermana se ha intentado suicidar y él acaba de encontrarse el cadáver de su padre en el dormitorio.

Novocaína para el alma, tralalá-lalalá.

Luego, hace una declaración de intenciones y empieza a contarte su vida desde el principio: infancia, colegio, su timidez enfermiza, sus primero besos y novias, las drogas, su breve etapa como delincuente juvenil, etc.

¿Otra historia de sexo, drogas y rock'n'roll?

No, Everett no va de rockero ni de tipo duro. Es más bien ese chico rarito, sensible y moderno, incluso pelín llorica. O sea, indie.

Aquí no hay groupies ni montañas de cocaína ni habitaciones de hotel destrozadas.

Everett sufre y sufre. Pero Everett no carga las tintas cuando escribe, no se recrea en la amargura. Everett evita el drama.

Al pobre Everett le dan por todos lados: se le muere también la madre y algunos colegas, le violan a una novia, tiene un montón de problemas con las discográficas....

Y Everett compone, compone y compone canciones.

Se enamora de una loca (él también tiene el vicio de enamorarse sólo de locas) y escribe esta canción:



O vuelve de enterrar a su hermana, que al final consigue suicidarse después de mil intentos, y la casera le dice que tiene poderes y que la noche anterior vio el fantasma de una mujer que venía a visitarle. Él, ante la noticia y ante la impotencia de no poder encontrarse con su hermana, le escribe una canción así de bonita:



Everett, a ratos, tiene gracia; a ratos, hasta emociona; y a ratos, sí, carga un poco y aburre, pero sólo a ratos.

Everett, en general, mola.

Tiene gracia esa imagen de estrella del rock (indie) que no acude a fiestas, que vive casi escondido en el sótano de su casa sin parar de grabar canciones, y que se entretiene con dos cosas: pensar cuánto tardarán en encontrar su cadáver cuando se muera y vacilar a los chavalines que llaman a su casa pensando que es el videoclub. Según cuenta, su número de teléfono es muy parecido y él siempre les manda a la biblioteca para que lean algún libro.

Y, al final, Everett acaba celebrando todas sus desgracias, y sobre todo, el hecho de seguir vivo. Es un milagro, joder, un día más es siempre un milagro. Y lo canta en la canción que se titula igual que el libro:



Aunque mi preferida es ésta otra, porque la grabó con John Parish, el colega de PJ Harvey, y porque le da la mala leche y la rabia que a este chaval, después de tantas putadas, le hacen falta, y no esa tristeza tan lánguida y tan pegajosa en la que no para de recrearse:



(Casi como una postdata: El libro tiene otras tres cosas buenas:

1. El prólogo de Rodrigo Fresán, no tan brillante como otras veces, pero magnífico.

2. La edición cuidadísima de Blackie Books, con esas tapas duras nada pomposas, la faja naranja desplegable, y todo lo demás.

3. La figura del padre del autor, el señor Everett, Hugh Everett III, un físico cuántico. Todos pensaban que estaba loco y no le hacían ni caso. Hasta tuvo que ponerse a trabajar como militar en el Pentágono. Pero luego se murió y dijeron que era un genio por su teoría de los universos paralelos.

La idea es preciosa: todo aquello que pueda pasar, de hecho ya está pasando... En cualquier otro universo paralelo.

¿Cómo no creer en ella?

Y el padre aparece aquí puteado, puteadísimo, encerrado en sí mismo, haciendo cuentas y anotaciones en sus papeles que nadie entiende, bebiendo y fumando más de la cuenta, gruñendo, cagándose en unos hijos a los que no sabe cómo educar, en su mujer, en su trabajo... El genio en zapatillas de andar por casa y en el peor de los universos posibles que le podían haber tocado. Una imagen potentísima.

Porque seguro que hay otro universo en el que todos le quieren y se lo creen, y en el que sus hijos no se drogan, y son simpáticos, y cariñosísimos, y a él hasta le han dado el premio Nobel.)

domingo, 7 de febrero de 2010

Catástrofe psicocósmica mientras la vida sigue en los bares (con un fragmento de Carlos Salem)


Nada más levantarme leo que han encontrado el whisky y el coñac que Shackleton y sus hombres bebían en la Antártida y así de pronto, el domingo por la mañana se llena de barcos varados en el polo, canciones insoportables de Franco Battiato y una tormenta de hielo que estalla justo a mi lado en el sofá.

Una catástrofre psicocósmica
(pronúnciese: pisicocósmica; y a ser posible, con acento italiano).

Ayer era todo distinto, ayer poco antes de la comida había un mail encantador en la bandeja de entrada y un libro que apetecía releer y hojearlo en busca de algunos fragmentos subrayados.

Fragmentos como éste:
La vida, la verdadera vida mentirosa, ocurre en los bares. Aunque uno beba en ellos un refresco de naranja (espacio disponible para publicidad).
La gente tiene una concepción equivocada de la utilidad de un bar. Se suele creer que es un sitio para hacer relaciones laborales después del horario de trabajo, para ligar o compararse, para seguir compitiendo como si no bastaran diez horas diarias o más de torneo desigual, para ser otros sin dejar de ser los mismos, para beber, lisa y abundantemente. Y puede que un bar sirva para todo eso, pero no es su función principal.
La gente va a los bares a sacar de paseo sus historias, dejar que estiren las piernas y que en más de un caso, luzcan esas mismas piernas. No se trata sólo de observar y tomar notas, sino de vivir –bebas o no licores– ese absurdo coherente de la noche, que empieza en la barra y acaba cuando sale el sol, ya sea tras las ventanas o en las entrepiernas.
El libro se llama Yo lloré con Terminator 2 (relatos de cerveza-ficción), escrito por Carlos Salem y publicado por Ediciones Escalera.

Ofrece justo lo que promete en el título: 14 cuentos muy divertidos, entre el género negro y el rollito canalla, con mucho humor y algún arrebato lírico, con atracadores de bancos, asesinos en serie de la tercera edad, artistas de medio pelo, camareras de las que parece imposible no enamorarse y hasta ángeles rubios que se han escapado del cielo porque allí hace muchísimo frío.

Allí también hace frío.

Y ya, voy a seguir escuchando a Fugazi, yo últimamente sólo escucho a Fugazi (y también como bizcocho de naranja):



(Tal y como prometí, he seguido leyendo a Carlos Salem. Esta vez también le he entrevistado para otro sitio. Y voy a seguir leyéndole. Lo siguiente será su novela romántica (que no rosa) Cracovia sin ti. Más adelante, cuando la publiquen, hablamos de ella.)

miércoles, 3 de febrero de 2010

Carta al hijo (sobre 'La carretera', de Cormac McCarthy)


El viernes estrenan la adaptación al cine que han hecho de La carretera, la novela de Cormac McCarthy.

Ya dije que no iba a ir a verla.

El País colgó el otro día un vídeo con una escena hasta entonces inédita y sí, parece muy digna, y por supuesto, aterradora.

Seguro que Viggo Mortensen está espléndido y también Michael K. Williams (Omar Little en The Wire), con esa cicatriz que le atraviesa toda la cara.

Sí, sí, sí.

Pero no.

Una palabra, una palabra sólo de McCarthy, vale más que todas las películas del mundo juntas.

Exagero.

¿Exagero?

No, no exagero.

Con McCarthy, no.

Pocos han llegado tan lejos como él, pocos han escrito páginas tan bellas (sí, tan bellas) y tan turbias.

Pocos son capaces de arrastrarte hasta ese estado de horror primigenio, de asesinos necrófilos, de caníbales enloquecidos, de terror absoluto y sin embargo, real.

Como diciéndote: sí, esto también es el hombre.

O quizá: sí, esto es de verdad el hombre.

McCarthy te lo hace pasar muy, muy mal, te deja noqueado, te abre los ojos a muchas de esas cosas que no sueles ver.

No frivoliza.

Nunca frivoliza ni coquetea con un tratamiento esteticista de la violencia.

Y sin embargo, saca belleza de todo ello.

Una belleza estremecedora.

La carretera es un poco así: algo ha ocurrido, el apocalipsis, no se sabe muy bien por qué, no hay leyes ni recursos de ningún tipo ni comida.

Sólo barro y ceniza.

Un padre y su hijo recorren a pie una carretera con todas sus pertenencias en un carrito de la compra, se dirigen hacia el mar, por si allí aún es posible la vida, o por si allí, simplemente, hace un poco menos de frío.

Les atacan, les roban, se los intentan comer...

La carretera es una historia de terror.

Terror metafísico (perdón por la pedantería).

En La carretera hay también otra cosa: un amor infinito (eso también lo dije ya y eso también suena muy pedante o muy cursi, pero es cierto).

El amor infinito de un padre por su hijo.

Si La carretera te pone un nudo en la garganta y hasta te hace llorar (sí, te hace llorar como una perra histérica) es por eso, porque hay un padre, antiedípico y antikafkiano, un tipo que en su día se intuye que fue alguien y que ahora se limita a cuidar y a proteger a su hijo, pero no a cualquier precio. Hay cosas que ni en el peor de los mundos posibles son tolerables, le dice este padre a su hijo con cada una de sus decisiones. Nosotros no somos como ellos, no podemos, por ejemplo, matar a un bebé para comérnoslo, de ninguna manera, porque entonces sí que no valdría la pena. Ya no nos quedaría nada y eso sería peor que el apocalipsis.

De McCarthy se saben muy pocas cosas, es otro de esos tipos raros y huraños que se empeñan en escribir y esconderse, no le gustan las fotos ni las entrevistas ni mezclarse demasiado con la gente.

Pero se sabe que tenía 74 años cuando escribió La carretera (76 ahora) y un hijo de ocho, John Francis McCarthy, a quien está dedicado el libro.

Y leyéndolo, volviendo a leerlo ahora, comprendes que La carretera es una larga carta que le escribe un padre ya viejo a su hijo, que aún es sólo un niño, para contarle todas esas cosas que más adelante seguramente no tenga tiempo.

Cosas como que le ha traído a un mundo terrible, lleno de dolor, de angustia y de miedo, un mundo que incluso puede ser mucho peor en el futuro, y que ni siquiera sabe explicarle por qué lo ha hecho. Pero que no se arrepiente, no puede arrepentirse, y que le quiere y que ahora ya no es capaz de concebir la vida sin él, que es todo absurdo y seguramente egoísta por su parte, pero que no va a abandonarle, que estará a su lado hasta que se quede sin fuerzas, y más, mucho más si es preciso, y luego sí, tendrá que seguir el hijo solo, terriblemente solo, enfrentarse a todos los peligros que le esperan sin un padre y muchas veces también sin fuerzas. Deberá ser valiente, deberá vencer el miedo y todo lo demás. No podrá rendirse, eso nunca, y así a lo mejor algún día lo consiga, y si no, habrá valido la pena de todas formas, porque existen también lo buenos, ellos son el mejor ejemplo, y existe sobre todo la bondad. A veces, no todo es una mierda. Está también el fuego, y está la vida, la vida que siempre sigue, a pesar de todo sigue, y ese es el mayor y el único misterio ante el cual ningún padre puede ofrecer ni una respuesta ni una explicación. Al fin y al cabo, él sólo es un hombre, lleno de miserias, de pecados y de errores. Él va a dejar a su hijo solo muy pronto, quizá demasiado pronto, pero no se arrepiente porque lo más seguro es que eso, su hijo, sea lo único que ha tenido sentido en mitad de tanta tristeza, tanta locura y tanta oscuridad.

lunes, 1 de febrero de 2010

Ventajas de morir en un accidente de avión (sobre Jorge Ibargüengoitia y sus novelas 'Dos crímenes' y 'Las muertas')


No debe ser mala muerte, pienso, no hace falta luchar, como cuando uno se ahoga atragantado, por ejemplo, ni resistir mientras intentas llegar al hospital con tu corazón que ha sufrido un infarto.

Ni siquiera tienes que tomar esa decisión tan difícil de ya está, no puedo más, me rindo, común a tantas otras muertes.

La cosa debe resultar muy sencilla, siempre que no seas tú el piloto, claro, un dejarte llevar, como en la montaña rusa.

Cierras los ojos y si tienes suerte, coges la mano de la persona que tienes al lado, dices gracias por todo, te quiero, o algo así, y ya está, sin agonía, fin, fundido en negro, una oscuridad infinita y eterna.

Del resto, se encarga el seguro, de despegar lo poco que quede de tu carne fundida sobre la tapicería del asiento y de pagarle unos cuantos kilos a tus herederos para facilitarles el trago y que guarden un buen recuerdo de papá, o del abuelito, o del tío Juan.

Todas estas tonterías y frivolidades (perdón a los supervivientes, a las víctimas y en general, a cualquiera que se sienta ofendido) me vienen a la cabeza mientras veo un vídeo de la muerte de Jorge Ibargüengoitia en YouTube (aunque a él, pobre, ni siquiera le nombran).



Ibargüengoitia, mejicano de 53 años y residente en París, no quería viajar, pero al final no pudo resistirse a ese encuentro de escritores en Colombia. Cogió el vuelo en el aeropuerto Charles de Gaulle con destino a Bogotá el 27 de noviembre de 1983 y poco antes de aterrizar en Barajas, donde tenía que hacer una escala, el 747 se estrelló contra tres colinas de Mejorada del Campo.

Hubo 11 supervivientes. Él no se encontraba en esa lista. Tampoco la novela en la que entonces estaba trabajando y que llevaba en su equipaje.

Sí que han sobrevivido sus obras anteriores. La editorial RBA las está recuperando ahora.

Yo empecé con Dos crímenes, que es la que acaban de publicar en enero.

Y me gustó tanto, que en cuanto terminé con ella empecé con Las muertas.

Hacía mucho que no leía dos libros seguidos del mismo autor y el segundo me ha gustado aún más que el primero.

Dos crímenes es la historia de un tipo que tiene que huir después de celebrar un fiesta en su casa porque le involucran en un atentado en el que él no ha intervenido.

Se va a un pueblo, donde vive un tío suyo rico para ver si puede sacarle algo, pero allí se encuentra con los buitres de sus primos, todos intentando quedarse con la herencia, y empiezan a pasar cosas, muchas cosas, y surgen también un par de pasiones tremendas y divertidísimas, y así hasta que, en efecto, se produzcan dos crímenes.

Las muertas cuenta la vida de las hermanas Baladro, Serafina y Arcángela, dos madrotas (o sea, proxenetas; o sea, madames, pero en plan mejicano), su esplendor y su caída en desgracia, en una de esas historias corales que van hacia delante y hacia atrás, reconstruyendo lo que pasó a partir del testimonio de los distintos testigos, implicados, etc.

Hay también crímenes y muertos (o mejor, muertas), y pasiones desatadas, y los actos más miserables que puedas imaginar, y una ironía brutal.

Tienen las dos algo de género negro, por aquello de reconstruir un asesinato o una serie de asesinatos, pero nada que ver con una novela negra al uso.

Ibargüengoitia es un narrador agilísimo y magistral, y escribe con ese dominio del lenguaje que sólo consiguen los mejicanos.

Sus personajes son todos malos y cabrones, y son, al mismo tiempo, víctimas de sí mismos y de los demás. Es decir, son humanos y reales, sin ningún maniqueísmo, mujeres, por ejemplo, capaces de comprar a niñas de 14 años para prostituirlas y vender su virginidad, pero que luego van y se enamoran como unas bobas o les matan a un hijo y hasta te dan pena y piensas, ay, pobre, mírala ahí todo el día esperando a que salga su novio de la tienda cuando en realidad él la ha abandonado y ella aún no sabe que le han partido el corazón.

Ibargüengoitia lo cuenta todo con la mayor naturalidad, como recordándonos que lo monstruoso en el fondo también es normal. Y lo mezcla todo: lo terrible, lo sórdido, lo disparatado, lo gracioso... Y hasta es capaz de ponerle un punto de ternura. Como la vida misma. Porque sí, es eso, los libros de este señor muerto hace más de 25 años en un accidente de avión están llenos de vida, y más todavía, consiguen eso tan difícil, el milagro, trascienden la literatura y se convierten ellos en vida, pura, purísima vida, tan vivos como esas 11 personas que en 1983 escaparon del fuego, de los hierros retorcidos y de la triple colisión de un 747 contra las colinas de Mejorada del Campo.

(La foto de hoy es de ese otro gran mejicano, el fotógrafo de sucesos Enrique Metinides del que ya hablamos en otra ocasión. Y el título, sí, es un homenaje, o mejor, un plagio en toda regla de Antonio Orejudo y su libro Ventajas de viajar en tren. Otro día hablamos de él.)