Estábamos de vacaciones y leímos las declaraciones de Ángeles González-Sinde en su toma de posesión como ministra: "creo en la cultura como generadora del bienestar".
Cogimos el coche y salimos huyendo a Francia, un país mucho más civilizado, democrático y a la vanguardia: sus trabajadores ya han empezado a secuestrar a los directivos y patrones que quieren gasearlos.
Somos injustos y descontextualizamos, seguro, pero ¿de qué bienestar habla la ministra?
¿El Estado del bienestar?
Llevábamos años sin oír ese concepto.
Tampoco termina de convencernos porque suena un poco a anuncio de compresas o de aíre acondicionado, a paraíso ficticio para pequeños burgueses, pero con la que está cayendo y con la que va a caer, nos apuntamos a él.
Aunque preferimos que sean otros ministros los que se encarguen de nuestro bienestar. El de Trabajo, por ejemplo. Ese sí. Sería un puntazo: acabar con la precariedad, garantizar un salario digno, una protección real frente a las empresas y a un sistema de explotación generalizada...
La Cultura, así con mayúscula, la preferimos para otras cosas. Los libros, las películas, los cuadros, las esculturas, etc, nos interesan cuando se atreven a adentrarse en nuestro propio malestar. Que es el malestar de todos. O de muchos.
(No, no vamos a citar a Freud. Ni a relacionar todo esto con su Malestar en la cultura.)
O sea, nos interesa una cultura capaz de tocar los huevos, que no sea ñoña ni aburrida ni autocomplaciente ni escapista ni un coto privado para cuatro listos o un chiringuito para que vivan de puta madre los amiguetes de turno, que al final, siempre acaban siendo los mismos.
Somos muy retorcidos.
Y por eso, le recomendamos un libro a la ministra (por supuesto, ella es una de nuestras seguidoras, ¿tal vez Capricornio superfan?): El barco de la muerte, de B. Traven (¿1882?-1969), que acaba de editar Alfabia. Antes de leerlo, ya hablamos de él.
Una vez leído, insistimos.
No es una obra maestra. Tampoco le hace falta. Es una novela extraña y a ratos, fascinante, con mucho humor y mala leche, irregular y reiterativa, quizá demasiado reiterativa, pero poderosísima.
Es la historia de un marinero yanqui de los años 20 que llega al puerto de Amberes, se emborracha, acaba con una mujer y cuando se despierta, ha perdido el barco.
No tiene ni dinero ni equipaje ni documentos. Convertido en un 'sin papeles', empieza a vagabundear por Europa, hasta que le enrolan en el Yorikke, un barco de la muerte.
Un barco de la muerte es lo peor. Su único destino es naufragar para que la compañía cobre el seguro o para que pueda quitárselo de en medio sin causar más gastos. Y cuantos menos testigos deje, mejor. En un barco de la muerte no se respeta ningún derecho ni se cumplen los contratos ni se tienen en cuenta las medidas de seguridad ni hay forma de escapar.
Un barco de la muerte es el infierno, y más si se trabaja en las calderas, como el narrador.
Todo ello funciona como una bonita alegoría sobre el trabajo en la sociedad capitalista y sobre hasta donde puede llegar la explotación. En los años 20 o ahora mismo.
Y seguro que más de uno va a sentirse identificado cuando lo lea. Es lo que tiene la literatura y el malestar: convierten un descenso privado al infierno en un descenso colectivo.
Traven, al parecer militante anarquista en su juventud, despotrica contra las patrias, las fronteras, la policía, las guerras, el Estado, el Capital, la esperanza y todo lo que se le ponga por delante.
Una saludable lectura. Te dejamos un fragmento para que te hagas una idea:
"Cuando me aparté de la borda supe que, aunque estaba en un barco de la muerte, en una carolina de camuflaje, había dejado de ser mi barco de la muerte. No voy a convertirme en un gladiador del Yorikke. Te escupo a la cara, emperador César Augusto. Ahórrate tu jabón y cómetelo, que yo ya no lo necesito. Pero no creas que me vas a oír lloriquear más. Te escupo en la cara, a ti y a los de tú ralea."
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