miércoles, 26 de agosto de 2009

Bestia, bestia (sobre 'Los canallas', de Eugene Izzi)


La tentación de liarse a tiros está siempre ahí.

En el ascensor, por ejemplo, de buena mañana.

Mientras esa gente a la que no conoces habla de sus vacaciones: de cuándo se han ido y cuándo han vuelto, de lo importante que es desconectar, de lo deprimidos que se sienten.

Dicen que odian su trabajo, fantasean con dejarlo, pero en realidad están mintiendo.

Putas ratas cobardes, harían lo que fuera por conservarlo, de hecho, llevan toda sus vida haciéndolo: vagos, traidores, pelotas, miserables.

Sacrificarían a su propia madre.

Pero no, nada de arrancarles la cabeza.

Llega el ascensor a tu planta y te bajas, tú solo, sin despedirte. El resto va a otros sitios.

Con un poco de suerte, la mañana pasará pronto y luego podrás seguir leyendo Los canallas, de Eugene Izzi, editada por Barataria y traducida por Juan Diego Martín.

En Los canallas hay dos personajes, dos malas bestias, sólo que una es un policía y la otra, un delincuente.

El delincuente ha pasado 10 años en la cárcel y antes de nada, visita la tumba de su madre.

Es, en el fondo, un sentimental.

Luego ya empieza a hacer de las suyas.

Tiene dos misiones que cumplir, dos venganzas, una de ellas, la que a él más le importa, es llevarse al poli por delante.

Los canallas se desarrolla en Chicago, en el ambiente mafioso de finales de los 80.

Recuerda, quizá de lejos, a The Wire (la serie de televisión que Enric González describía el otro día como "quizá la mejor de todos los tiempos"), por su afán de verosimilitud, porque Izzi parece conocer muy bien de lo que habla y por las dificultades a las que se enfrentan los polis a la hora de realizar su trabajo.

Pero Los canallas es, sobre todo, una de esas novelas de detectives duros.

Aquí nada de investigadores modernos, sensibles y melancólicos. O sea, europeos.

Aquí, mucha testosterona, alguna que otra dosis de violencia más que contundente, interesantes personajes secundarios (como la perra del poli o la novia del asesino, uno de los grandes hallazgos de la novela), una trama que poco a poco se va complicando y en la que se van mezclando los odios, miedos e intereses de todos, y un final estupendo.

Y presidiéndolo todo, claro, el duelo entre los dos protagonistas, mucho más parecidos de lo que a ninguno de ellos les gustaría reconocer, la tentación del poli por actuar al margen de la ley y pasarse al lado de los malos, etc.

También la sombra de su autor, el tal Izzi, ex delincuente y ex trabajador de la industria siderúrgica, que empezó a escribir como terapia para apartarse del alcohol y salvar su matrimonio.

No funcionó. Al revés, la literatura sólo terminó de complicarlo todo: un buen día Eugene Izzi apareció ahorcado en su despacho. El cuerpo colgaba en la fachada del edificio. Llevaba un chaleco antibalas y los bolsillos llenos de amenazas muerte. Dicen que se había infiltrado en un grupo racista para escribir su próximo libro.

Oficialmente fue un suicidio. Nadie se lo creyó: ¿para qué coño se pone un chaleco antibalas alguien que va a suicidarse?

Los canallas, al margen de las anécdotas del autor y de su muerte, merece la pena.

(Recuperamos la vieja costumbre de incluir unos minutos musicales, en este caso el Bestia, bestia, de Ilegales. Curioso documento de cuando Jorge Martínez aún tenía pelo y perfecta como banda sonora para leer a Izzi o para ir por las mañanas a trabajar. Ya falta menos.)

2 comentarios:

DON ZANA dijo...

Querido y admirado Sr. Vilá,

Vuelvo de vacaciones (sin depresión) y compruebo con regocijo que sigue usted en la brecha. En realidad, lo he ido comprobando a lo largo del verano, desde ciber-cafés y recepciones de elegantes hoteles (en los que, sin estar alojado, usurpé unos minutos de wi-fi a cambio de alguna pobre consumición). Gracias, muchas gracias por seguir ahí.

En cierta medida, se podría decir que mi verano ha estado "marcado" por su blog, ya que he seguido algunas de sus recomendaciones y éstas han influido directamente en el desarrollo de mis vacaciones.

La primera parte del verano la pasé en el norte, disfrutando de unas maravillosas vacaciones "celtas" en compañía de Flann O´Brien y alguno más de esos escritores irlandeses que tanto le gustan. Fue fantástico. Formidable.

La segunda parte la pasé en el sur. Y no estuve solo (como de costumbre), sino acompañado. De muchísima gente, aunque es gente a la que quiero mucho. Se podría decir que mis mejores amigos y sus familias. Todos en un gran cortijo en la campiña andaluza. Y además de ellos, también estaban las moscas, las ratas y el calor.

Para bien o para mal, decidí compartir esos días con Céline y su viaje. Y, ¡ay Sr. Vilá!, ¡me lo podría usted haber avisado!.

Al tercer día les mandé a todos a la mierda (al más puro estilo Fernán-Gómez). Hice mis maletas y me fui.

Después, ya lejos de aquello, disfruté muchísimo de Céline y su viaje. ¡Pero caramba, Sr. Vilá, a este paso me va a dejar usted sin amigos!. Y es algo que no sé si me puedo permitir (¿le he dicho alguna vez que estoy bastante solo?).

En fin, disculpe la extensión. Seguramente no sea éste el lugar para hacer la crónica de mis vacaciones, pero es algo que no interesa a nadie y, al fin y al cabo, es usted el culpable de todo lo que me ha pasado.

Por último, decirle que con su entrada de hoy me he dado cuenta de que no soy tan mayor, porque no recordaba haber visto nunca a Jorge con pelo.

Juan Vilá dijo...

Gracias, Don Zana, siempre a usted.

Y siento si la lectura de Céline le ha enfrentado con la familia y los amigos.

Tiene razón: suele ocurrir y debería haberle avisado.

En cualquier caso, espero que no haya afectado a las relaciones con su suegra.

Ni con el frutero.

Por aquí se le ha echado de menos.

Pero eso seguro que ya lo sabe usted.

Un abrazo y bienvenido de vuelta a la realidad.