martes, 19 de mayo de 2009

Oro y muerte en la Cuba de 1899 (Sobre 'Oro ciego' de Alejandro Hernández)


Tenemos muchas manías, muchos prejuicios.

Como la novela histórica. No podemos con ella.

Por megalómana, por esa solemnidad de cartón piedra, por escapista, por mentirosa. Y por haberse convertido en una auténtica plaga. Aunque la moda parece que ya está remitiendo.

Exageramos y generalizamos. Es nuestra tónica.

Hay alguna buena, seguro. Incluso dos o tres. Aunque a nosotros sólo se nos ocurre Reconstrucción (Ed. Tusquets), de Antonio Orejudo. Muy buena, buenísima, una de las mejores novelas españolas de los últimos años. Pero es que eso no era una novela histórica, sino todo lo contrario: una antinovela histórica, que hablaba del pasado para en realidad hablar del presente, y que estaba llena de ironía y de sentido del humor, casi una parodia del género. Y al mismo tiempo, con mucho calado.

Oro ciego (Ed. Salto de Página), de Alejandro Hernández, al principio no nos llamó la atención por lo que acabamos de explicar, por "histórica".

Pero nos insistieron: es buena, merece la pena...

Y decidimos darle una oportunidad, la única posible: coger el libro y empezar a leer. No hizo falta mucho: en la primera página, o casi, ya pensamos, joder, sí, esto es otra cosa.

Oro ciego cuenta las peripecias de Alex Pashinantra, un joven de origen indio en la Cuba de finales del siglo XIX, tanto en la Guerra de Independecia contra España como inmediatamente después, cuando el protagonista se embarca con su primo y un amigo en una aventura desesperada en busca de una mina de oro.

Desde la contra, la editorial habla de "ritmo absorbente".

Y es cierto, sobre todo en la primera parte: Alejandro Hernández (cubano, de 1970, ex soldado en Angola y ahora, guionista afincado en España) te trae y te lleva por donde a él le da la gana, sin dejarte un segundo de tregua. Pero sin histerismos. Oro ciego no es una de esas novelas espídicas y aceleradas.

Oro ciego es una novela llena de personajes y de historias asombrosas. Hernández va saltando de una a otra, a través del tiempo y del espacio, hacia delante y hacia atrás, gracias a una voz, la de su protagonista, muy sólida, incuestionable. Y gracias a su talento para armar una trama con todos esos elementos y hacer que avance sin que se atasque, y sobre todo, sin liar al lector.

Oro ciego tiene poco menos de 400 páginas pero en ella y en los mil giros que da el argumento hay de todo: campos de prisioneros en los que las madres enloquecen y matan a sus propio hijos, escenas de guerra que parecen sacadas de un grabado de Goya, misioneros yanquis que pretenden redimir a la humanidad, comunistas alemanes con el mismo objetivo pero métodos completamente distintos, putas francesas que mueren de gripe, pioneros de la psiquiatría y de la industria pornográfica, marihuana, cocaína, perros ciegos que viven en las profundidades de la tierra, pasiones exaltadas, venganzas que tardan años y años en consumarse, amores incestuosos, amores con animales y hasta algún amor verdadero.

Hay también historia, la de un país que aspira a recuperar la normalidad después de una guerra. Y que además pretende ser libre, aunque acabará vendiendo su alma al diablo. O sea, a Estados Unidos.

Y hay una aventura, ya lo hemos dicho, pero una aventura crepuscular y desquiciada. La única posible cuando se escribe con los dos pies bien asentados en el siglo XXI, como hace Hernández.

Oro ciego es una gran novela, muy ambiciosa, muy currada, muy conseguida. Llena de imaginación y de tremendismo, un tremendismo tropical, a la cubana, quizá a ratos excesivo, pero muy eficaz, muy potente.

Y con una bonita moraleja final: ¿quieres oro? Pues tendrás que hundirte en la mierda. Y ni aún así te aseguran que lo vayas a encontrar.

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