Querer hacer frases hermosas es tan miserable como querer ser coherente, dice Rubem Fonseca en el primero de los cuentos incluidos en El cobrador, editado por RBA y traducido por Basilio Losada.
Lo dice Fonseca.
O lo dice su personaje, un escritor ya maduro, que odia el mundo y se odia a sí mismo, que odia escribir y que sólo quiere follarse a cualquier mujer que pase a su lado.
A ellas, por supuesto, también las odia.
Sólo ama a una. Lo grita por la ventana y lo grita en la playa. Con ella se siente feliz: es su vecina, se llama Sofía y tiene 12 años.
Este argumento, y lo que sigue, en manos de cualquier otro sería morboso, o ñoño, o morboso-ñoño, o tópico, o previsible, o cualquier otra cosa sin demasiado interés.
Pero en cuanto empiezas a leer a Fonseca, bastan un par de líneas para darte cuenta de que estás ante algo grande.
Grande de verdad.
En efecto, no son frases hermosas, o que pretenden ser hermosas.
Son frases sólidas, incuestionables, como si siempre hubieran estado allí,
Y bajo esas frases, hay algo turbio. Muy, muy turbio. Y violento. E incluso a veces brutal. Capaz de provocar un terremoto.
Y cuando digo violento, no digo divertido.
Al revés, Fonseca es de los pocos autores que aún es capaz de acojonarte, y de revolverte las tripas, y de enseñarte la verdadera cara de la violencia, que nunca es una fiesta.
O sólo es una fiesta para los tarados y los psicópatas, para personajes como los suyos, que la convierten en la única forma de expresión posible frente a la injusticia generalizada, frente a todo su odio y su frustración, o frente a lo que sea.
Gente como el protagonista y narrador de El cobrador, que sale al mundo armado hasta los dientes y dice:
¡Todos me las tienen que pagar! ¡Todos me deben algo! Me deben comida, coños, cobertores, zapatos, casa, coche, reloj, muelas; todo me lo debe.El relato lo puedes leer aquí.
Quizá no sea el mejor, yo prefiero otros, pero sí es uno de los más famosos y sirve para hacerse una idea.
Turbio y violento, decíamos, como el sexo que hay en todos, o casi todos lo cuentos.
O como esa residencia de ancianos en la que se desarrolla Once de mayo y que parece más bien una cárcel, o un almacén de futuros cadáveres.
O como el poeta romántico que delira en H. M. S. Cormorant en Paranaguá.
O como ese ludópata de El juego del muerto, tan cotidiano y tan burgués que hasta tiene un bar, pero al que le falta poco para sacar lo peor de sí mismo.
Fonseca, brasileño, nacido en 1925, reconocido por todo Dios fuera de España, y que fue abogado y policía antes de dedicarse a escribir, coquetea con distintos géneros en estos cuentos: algo de ciencia ficción, un par de relatos de época o históricos, y sobre todo, mucho negro o policiaco, con asesinos a sueldo, detectives y hasta una crónica de sucesos.
Pero, eso, el género, da igual.
Incluso el argumento, siempre impecable, más que impecable, también incuestionable, esas historias que te mantienen pegado al papel.
Da igual.
O la forma en que el cabrón lo llena todo de silencios y de información fundamental que nunca será revelada.
Da igual.
Son sólo detalles, pijadas, tecnicismos
Lo que importa es Fonseca, que haga lo que haga, es siempre Fonseca, y que parece casi una fuerza de la naturaleza.
Fuerza de la naturaleza desatada y en busca de venganza, como sus personajes.
¿Vengarse de su anterior libro, que fue censurado en Brasil a mediados de los setenta y que tardó doce años en volver a editarse?
Quizá sea de eso.
O quizá no.
Quizá haya que vengarse más bien da la miseria, del miedo, de la rabia, de todo el horror que le rodea a él y que nos rodea a nosotros.
Vengarse, igual que un salvaje, o igual que un contrafóbico: sucumbiendo de forma voluntaria antes de que te obliguen a ello, enfrentándote a eso que tanto temes, entregándote a lo que no soportas y finalmente, convirtiéndote en tu enemigo.
O sea, convirtiéndote en la miseria, el miedo, la rabia y el horror.
(Rabia, también, la que se siente al saber que este libro fue escrito en 1979, que Bruguera lo publicó en España por primera vez en 1980, que luego hubo una edición en 1985, y que desde entonces, estaba descatalogado. Rabia y estupor. ¿Cómo hemos podido vivir tantos años sin leerlo? Quizá mañana hablemos de eso y de cómo el libro electrónico me está cambiando la vida.)
1 comentario:
Tienes un estilo muy cortante, pero tan nutritivo que encuentras siempre la palabra más proteica, aquella que consigue una descarga eléctrica al leer tus textos. Ya se sabe como son las descargas; o te espabilan, o te dejan como Carlos Jesús ¡pá Raticulín!
No voy a leer el relato de Fonseca, de momento, pero a mí también me deben cosas. Para empezar y terminar: la posibilidad de no desear nada. O sea; conseguir no ser nada. Tal vez el mejor estado, aunque le resulte inimaginable a nuestra batidora mental. Sin conciencia de nada, no se disfruta, pero tampoco se padece. Y eso es un chollo. Mejor chollo que andar vengándose por ahí, contra otros locos con su tema, contra el mundo, o contra uno mismo, la peor y más recurrente “tonterida” cometida por nuestros semejantes.
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