martes, 13 de octubre de 2009

Odio a los adolescentes. Es fácil tenerles piedad* (sobre 'Deseo de ser punk', de Belén Gopegui)



Hagamos un nuevo intento: a ver si podemos escribir algo digno sobre Deseo de ser punk (Ed. Anagrama), de Belén Gopegui.

Lo primero que conviene decir es que en Deseo de ser punk hay una chica de 16 años que cuenta su historia.

Y esa voz que se inventa Gopegui resulta creíble, salvo en contadas, contadísimas ocasiones de las que hablaremos luego.

La adolescente se llama Martina y no es gilipollas.

Quiero decir que no es como Hannah Montana.

No pretende triunfar ni ser famosa ni ligarse al chico más guapo de su clase.

Su modelo se parece más bien a Holden Caulfield, el de El guardián entre el centeno, del que de hecho habla en alguna ocasión.

Pero Martina es roja y es chica.

Martina, además, tiene un problema: se siente rara, está jodida, algo le ha pasado. Empieza a darse cuenta de que vive en un mundo de cosas y de personas rotas.

Le falta una canción, un código, una actitud.

Lo que Martina busca es algo así (corto y pego):
Entrar en una canción tiene que ser como la electricidad: en vez de un sitio, algo que te atraviesa y, mientras lo hace, la atracción hacia unas cosas y la repulsión hacia otras se vuelve muy potente. Tanto que tienes la impresión de estar siendo abducida y ahí estás tú, fuera de órbita, en un sistema planetario nuevo donde importa lo que vibras, deseas, blasfemas y sueñas mientras vives esa maldita canción.
Deseo de ser punk es una novela de iniciación en la que no falta ninguno de los ingredientes habituales: ni el amor ni la amistad ni la muerte.

Gopegui evita la ñoñería, lo que no quiere decir que no sea capaz de producir ternura en determinados momentos. Al revés.

Una ternura incluso inmensa, pero sin abusar de ella.

Y con una de las declaraciones de amor más bellas (sí, bellas), obscenas y sinceras que he leído en mucho tiempo.

Deseo de ser punk es también una novela inteligente que se atreve a mirar el mundo a la cara, como quiere hacer su protagonista.

Pero su gran mérito, lo que más sorprende, es que una novela de adolescentes (y seguramente también muy indicada para ellos) no idealiza la adolescencia, sino que se atreve a dinamitarla como uno de los grandes mitos contemporáneos.

En un mundo en el que los adultos parecen condenados a comportarse toda su vida como si tuvieran 15 años, que vive fascinado por la adolescencia y que nos la vende lo mismo como espacio de la mayor pureza que como objeto del deseo más turbio, Martina va a darse cuenta de que no hay en ella ningún secreto ni ninguna clave, nada misterioso que la diferencie de la edad adulta.

En un momento dado Martina escribe lo que sigue y se agredece su lucidez:
De repente lo vi clarísimo, nada más soltar la pregunta vi a mi padre como yo pero más viejo, quiero decir que no pertenecía a otra especie, no tenía poderes, no sabía muchísimas más cosas que yo sino sólo unas cuantas más. Y tenía su infierno, igual que yo tenía el mío, y a lo mejor no estaba ahí para cuidarme sino que sólo estaba a mi lado y se hacía cargo de algunas cosas de las que yo no podía hacerme cargo todavía.
Hasta propone una gran solución: quizá todos los males de la adolescencia, o buena parte de ellos, se curen con una buena dosis de realidad y responsabilidad.

El problema viene cuando esa voz, la voz de Martina que sustenta todo el relato, presenta alguna fisura, determinados momentos en los que ves, o al menos eso parece, la mano de su autora.

Es como si se rompiera el hechizo.

O mejor, como si descubrieras el truco que ha hecho el mago con la baraja.

Esto sucede, sobre todo, cuando Martina expresa determinadas ideas políticas.

No cuando surge una crítica o una injusticia, pero sí cuando, en lugar de mostrarse esas situaciones, Martina teoriza sobre ellas. Pienso, por ejemplo, en la escena de la conferencia, o esa otra en la que comenta con sus padres (creo recordar) la destrucción de puestos de trabajo.

Chirría.

No porque los adolescentes no sean inteligentes o no les interese política o no tengan derecho a expresar determinadas opiniones.

Simplemente aquí no funciona, quizá suene un poco forzado, o esas escenas parezcan meras excusas que no terminan de encajar, o la autora en esos momentos se está implica demasiado.

Deseo de ser punk presenta también otro problemas muy relacionado con el anterior, aunque más grave.

Martina decide pasar a la acción para hacer frente a ese mundo que no funciona, a su malestar y al de tantas otras personas.

Bien.

Muy bien, incluso.

El problema, de nuevo, es la forma en que Martina lo hace.

Aquí sí que la novela acaba cayendo en muchas de las trampas que hasta entonces tan bien había sabido esquivar.

Intentaré no reventar la historia del todo, pero la revolución de Martina, por llamarla de alguna forma, acaba convirtiéndose en un acto sentimental.

Sólo eso.

Y por lo tanto, no resulta creíble ni interesa demasiado al lector.

Es uno de esos finales que te desvincula de la historia.

Lo toleras, porque hasta entonces la novela te ha gustado, pero poco más.

Quizá lo peor es lo que puede significar esta revolución simbólica de Martina y sus reivindicaciones que el lector seguramente no compartirá o las verá como una chiquillada.

Quizá lo que todo eso refleja es la incapacidad de la izquierda, en general, para imaginar la revolución.

O quizá sólo refleja la imposibilidad de hacer y plantear la revolución desde la literatura.

Quizá una novela, como artefacto político, sólo sirva para efectuar una denuncia o para convencer o para contar la revolución una vez que ha ocurrido.

Pero quizá la literatura está condenada a fracasar cuando traspasa esos límites.

Y conste que no lo digo regodeándome en ello.

Y que todo son quizás.

Creo que hoy, más que nunca, me gustaría estar equivocado.

Y que a pesar de lo que acabo de comentar, sigo considerando Deseo de ser punk una novela interesantísima.

Muy buena.

Pero no tan grande como podría o debería haber sido.

(*El título de la entrada es, por supuesto, un plagio de Pere Gimferrer y de su poema Cuchillos en abril. Martina, en realidad, no tiene nada que ver con esos adolescentes: ella desde el primer momento exige que no se le tenga piedad, por lo que resulta muy difícil odiarla.)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Belén Gurpegui escribió "las razones de mis amigos" y luego hicieron peli, creo que Gerardo Herrero. También recomendable.
Estupenda imagen del padre que está para hacerse cargo de lo que un adolescente todavía no es capaz. Bastante real y todavía frecuente, a Dios gracias.