
Iba a escribir algo sobre Jorge Ibargüengoitia, es buenísimo.
No sé a qué hora, pero juro que iba a escribir sobre él.
Lo que pasa es que acabo de ver que se nos ha muerto Salinger y me ha partido el corazón.
He corrido (en realidad, sólo he tenido que dar un par de pasos y estirar el brazo) a por mi vieja edición de El guardián entre el centeno (la de toda la vida, la de Alianza, traducida por Carmen Criado, y sin una palabra en la contra: ni un resumen del argumento, ni una explicación de quién era Salinger, ni un solo dato que te anime a leerlo).
Lo he abierto al azar y me he encontrado con esto:
Era una chica rara, Jane. No puedo decir que fuera exactamente guapa, pero me volvía loco. Tenía una boca divertidísima, como con vida propia. Quiero decir que cuando estaba hablando y de repente se emocionaba, los labios se le disparaban como en cincuenta direcciones diferentes. Me encantaba. Y nunca la cerraba del todo. Siempre dejaba los labios un poco entreabiertos, especialmente cuando jugaba al golf o cuando leía algo que le interesaba. Leía continuamente y siempre libros muy buenos. Le gustaba mucho la poesía. Es a la única persona, aparte de mi familia, a quien le he enseñado el guante de Allie con los poemas escritos y todo. No había conocido a Allie porque era el primer verano que pasaba en Maine –antes había ido a Cape Cod–, pero yo le hablé mucho de él. Le encantaban ese tipo de cosas.Y me he enamorado de Jane.
Y me he acordado de por qué me gustó tanto El guardián entre el centeno cuando lo leí en la adolescencia y las dos o tres veces que lo he releído después.
Y luego me he puesto en plan abuelete y me he dicho a mí mismo: se nos están muriendo a chorros.
Pero, ¿quién?, ¿quiénes se están muriendo a chorros?
Allie, claro, el pobre Allie, era tan joven, y se muere siempre, en cada relectura va y le entra la leucemia esa de los cojones...
Y Salinger, el viejo gruñón y antipático, la ha cascado hoy, todavía no sé muy bien cómo ni por qué.
¿Pero quién más?
¿Quienes se están muriendo?
Todos, supongo.
Todos los que leyeron (leímos) El guardián entre el centeno y ya son viejos, aunque nunca llegaron a superar la adolescencia.
Es lo malo que tiene El guardián entre el centeno, es una trampa, está envenenado: te encadena de por vida a la adolescencia (puta, estúpida, dolorosa y ñoñísima, para nada idealizada adolescencia).
Te impide crecer, madurar, convertirte en un hombre de provecho.
Habría que prohibirlo.
Ha hecho mucho daño.
Ha creado ya no sé cuántas generaciones de descerebrados desde que lo publicaron por primera vez en 1951.
Y ha creado algo peor que una legión de adultos inmaduros: ha creado el mito de la adolescencia perpetua.
No se lo dejéis leer a vuestros niños o se os morirán tontos.
Viejos y tontos, que es lo peor.
Termino ya, aún tengo un montón de cosas que hacer.
Adiós, Salinger, adiós, viejo cabrón, ya no hace falta que te escondas, nadie volverá a darte el coñazo.
Ni yo te echaré de menos, lo juro también.
Aunque puede que esta noche, de madrugada y cuando nadie me vea, vuelva a leerme El guardián entre el centeno de un tirón.
Y volveré a enamorarme de Jane, eso seguro, y volveré a partirle la cara a cualquiera que presuma de habérsela tirado.