miércoles, 17 de marzo de 2010

Una nueva Lisbeth Salander en 'El club de la lucha' (sobre entrevistas y accidentes aéreos otra vez)

Hay algo aún más cómodo que entrevistar a escritores que venden muchos libros, y conceden muchas entrevistas, y ya se saben de antemano lo que les vas a preguntar y lo que ellos te van a responder.

Puedes hacerlo desde casa.

Sin correr.

Ni preocuparte por si llegas tarde.

Ni sonreír.

En realidad, ni siquiera hace falta vestirse.

Las ventajas de las entrevistas telefónicas son infinitas.

Tú estás ahí, tirado en el sofá, en pijama, por ejemplo, con un papel donde te has apuntado las preguntas, y controlando de vez en cuando que la grabadora no falla y sigue haciendo su trabajo.

Nada más.

Y la imaginas a ella, o a él, en las mismas condiciones para crear cierta empatía.

Ella, por seguir poniendo ejemplos absurdos, la gran dama de las novelas de aventuras, millones y millones de ejemplares vendidos de sus historias de piratas, o que transcurren en China, o en el Vaticano, o donde sea, pero ahora la tienes ahí, la imaginas ahí, quiero decir, en igualdad de condiciones: sentada en su mesa camilla, con la bata, las pantuflas y tomándose un cafetito con leche.

O si no, él, el nuevo héroe de la novela negra española, el amigo de los guardias civiles, también en pijama, también en pantuflas, en su casa de una ciudad del extrarradio de Madrid, calentándole la comida a su hijo, o a su hija, o a quien sea.

Pero no, esta entrevista no es como las demás.

Esta supone una gran responsabilidad.

Inmensa.

Este encargo es para una de esas revistas que te encuentras en el respaldo del asiento delantero cada vez que te subes a un avión.

Sí, la que hay junto a las instrucciones de seguridad y la bolsita para vomitar.

Y entonces recuerdas que los aviones se estrellan.

Y que la pregunta que ahora estás a punto de formular quizá sea lo último que alguien lea antes de que su avión con destino a unas baratas pero idílicas vacaciones en la República Dominicana, sigo poniendo ejemplos absurdos, estalla en pleno vuelo.

Se te pone un nudo en la garganta.

Pero sigues adelante de todas formas: eres un profesional.

Un profesional que, cada vez que piensa en aviones, sólo se le ocurren tragedias.

Como a ese otro, el de El club de la lucha, corto y pego de la traducción de Pedro González del Campo para El Aleph:
Te despiertas en el aeropuerto internacional de Air Harbor.
Cada vez que el avión se ladeaba en exceso al despegar o al aterrizar, rezaba para que nos estrellásemos. Momentos como éstos me curan el insomnio con narcolepsia, pues tal vez muramos irremediablemente, reducidos a hebras de tabaco humano prensadas contra el fuselaje.
Así conocí a Tyler Durden.
Te despiertas en el aeropuerto de O'Hare.
Te despiertas en el aeropuerto de La Guardia.
Te despiertas en el aeropuerto de Logan.
Tyler trabajaba de operador de cine a media jornada. Por su forma de ser, Tyler sólo podía hacer trabajos nocturnos. Si un operador llamaba diciendo que estaba enfermo, el sindicato recurría a Tyler.
Algunas personas son nocturnas; otras son diurnas. Yo sólo puedo trabajar de día.
Te despiertas en el aeropuerto de Dulles.
El seguro de vida te paga el triple si falleces en un viaje de trabajo. Rezaba para que hubiera turbulencias y viento de cola. Rezaba para que algún pelícano fuera succionado por las turbinas o para que el fuselaje tuviese algún perno suelto o se condensara hielo en las alas. Al despegar, mientras el avión recorría la pista y los alerones se levantaban, nuestros asientos se mantenían en posición vertical y las bandejas sujetas y el equipaje de mano metido en el compartimiento superior; cuando ya habíamos apagado los cigarrillos y llegábamos al final de la pista de despegue, rezaba para que nos estrellásemos.
Bueno, lo mismo, lo mismo, no, porque yo sólo pienso que el avión se estrella, sin desearlo, y el otro hasta reza para que ocurra.

Y luego, salgo corriendo a YouTube y, en efecto, la escena está ahí:



El club de la lucha es la gran novela americana de los 90 y la película es la gran película americana de los 90, no me canso de decirlo.

La novela es de Palahniuk, Chuck Palaniuhk.

Y la película de David Fincher.

Leí el otro día que a Fincher le habían encargado el remake yanqui de Los hombres que no amaban las mujeres.

Y volví a pensar que Larsson había tenido suerte.

Pobre, toda la que le faltó en vida, le ha tocado después de muerto.

Fincher seguro que acierta.

Fincher siempre acierta.

Para empezar, ha elegido a Carey Mulligan como la nueva Lisbeth Salander.

Yo, a Carey Mulligan no sé si la veo como Lisbeth Salander, pero sí que la vi en Una educación, y me enamoré de ella, casi tanto como de Lisbeth Salander, aunque de forma distinta.

Y me jodió que no le dieran el Oscar.

Es una gran película Una educación, con guión de Nick Hornby.

Id a verla si no os marcháis por ahí el puente: te hace sentir en cada momento justo lo que tienes que sentir: te enamoras, te encabronas, te alegras o te pones muy triste a medida que avanza la historia.

Y si os marcháis, cuidado con los aviones y sobre todo, con las revistas que encontráis en ellos.

Yo mientras seguiré aquí, como siempre, defendiendo la ciudad.

¿Y las entrevistas?

Muy bien, gracias, muy majos y muy listos los dos.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Se adivina buen humor en su entrada de hoy y me alegro mucho, mucho.

Feliz puente madrileño.

Anónimo dijo...

Cojo un avion en menos de una hora y prometo que leere la revista de turno...

Espero poder contarlo... Buen puente a todos!

DON ZANA dijo...

Vaya, Mr. Vilá, parece que me estuviera usted viendo. Le escribo desde una ciudad del extrarradio de Madrid, en gayumbos y pantuflas, mientras caliento la comida a mis 6 hijos... pero no soy el nuevo héroe de la novela negra española... ni amigo de la guardia civil, claro...

Yo tampoco me he ido de puente. Es más, regresé de vacaciones justo el día que comenzaba el puente (para asegurar la defensa del extrarradio) y compruebo con regocijo que en mi ausencia ha seguido usted superándose día a día.

No nos abandone.