miércoles, 2 de septiembre de 2009

Odio los prólogos (pedantería, impostura, un par de carcajadas y 'El bibliómano ignorante', de Luciano de Samósata)


No me gustan los prólogos.

Evito leerlos.

Y si no, los leo una vez terminado el libro.

No suelen aportar nada.

Son puro peloteo, o repetición de un tópico tras otro.

Eso cuando no les da por contarte de qué va la historia.

No me gusta que me jodan el libro.

No me gusta que nadie me influya a priori o me imponga sus ideas y su interpretación de lo que viene después.

Odio los prólogos.

Y exagero, como siempre.

Y generalizo, sin el menor escrúpulo.

Si además se trata de un libro que no llega a las 100 páginas y el prólogo tiene más de 30, alguien debería presentar cuanto antes una denuncia.

Es una trampa.

Un timo.

Un editor ladrón quiere venderte cuatro paginitas de mierda como si fueran un libro y para disimular, rellena con cualquier cosa.

Sí.

¿Sí?

No.

No siempre.

Si esa editorial se llama Errata naturae, olvídate de todas las tonterías que acabo de escribir.

En lo que va de año, sólo he leído tres prólogos que merezcan la pena.

Uno era el de Rodrigo Fresán a Delitos a largo plazo, de Jake Arnott, aunque creo recordar que contaba más de la cuenta.

Los otros dos eran de Errata naturae: el de Inés Antón a El niño criminal, de Jean Genet, y el de Iván de los Ríos a El bibliómano ignorante, de Luciano de Samósata.

El de Inés Antón era muy foucaultiano (de Foucault, Michel Foucault, un filósofo francés): muy frío, muy lúcido. Y daba la impresión de que la autora estaban absolutamente implicada con Genet.

No se limitaba a repetir lo que otros ya habían dicho. Hacía eso tan difícil: se atrevía a repensarlo.

El de Iván de los Ríos es muy distinto.

Es casi una fiesta: con mucho humor y con toda la mala leche que exigen los textos de Luciano de Samósata.

De los Ríos divaga y mezcla en muy pocas páginas a Jiménez Losantos con Edward Said, la mesa de novedades del VIPS con Thomas Bernhard, y a san Agustín con Glenn Gould.

Todo un despliegue, quizá excesivo, sí, quizá con demasiadas ganas de lucirse, pero con motivos de sobra para ello.

Yo no sé quién es este Iván de los Ríos (profesor de Filosofía Moral en una universidad yanqui), pero qué gusto leer de pronto:
La infamia se subasta y se adquiere y entonces la infamia ya no es infamia sino el saber, el arte, el talento, la cultura. Cuando uno quiere darse cuenta es demasiado tarde. Resulta que ellos tenían razón. Tenían razón los Coelhos, las Allendes, lo Ruices Zafón; tenían razón el catedrático impostor, el bufón y el diletante: la escritura es un producto y pensar no es más que un título, un currículo largo y bien nutrido, un estante repleto de libros cuanto más gordos mejor porque el saber, qué duda cabe, ocupa lugar.
En las pocas páginas de su prólogo crea una autoficción, nos cuenta la vida de Luciano de Samósata, critica la mercantilización y la sacralización de la cultura, se cuestiona qué es y para qué sirve un intelectual, hace una apología del humor y no sé cuántas cosas más.

Después del prólogo, vienen los dos textos de Luciano, autor satírico del siglo II d. C., padre de la ciencia-ficción y a quien Iván de los Ríos considera algo así como el Woody Allen de los clásicos.

¿Woody Allen?

No se puede estar de acuerdo en todo (ni hace falta): a mí, Luciano me parece mucho más bestia, más furibundo, más amargo.

Como cuando convierte su primer texto en una denuncia de cierto personaje de la época que compra libros y libros sin el menor criterio, sólo para intentar medrar y que nadie descubra lo mucho que le gustan los chavalines.

Y tronchante cuando insulta, se burla y saca a subasta, en el segundo texto, a todos los filósofos de la antigüedad: Sócrates, Heráclito, Diógenes, Epicuro, Pitágoras...

Es, en el fondo, una cuestión de actitud.

Y de desconfianza frente a la cultura y a todos los desmanes que se cometen en su nombre.

Hablamos de lo que Luciano critica en El bibliómano ignorante: la pedantería, la impostura, el fetichismo, la falsa solemnidad, el afán por rentabilizar hasta la última coma...

Hablamos de hace casi 2.000 años.

Y de ahora mismo.

Hablamos, sobre todo, del mejor remedio para protegerse de esas amenazas, la clave que comparten Luciano de Samósata e Iván de los Ríos: una inmensa carcajada.

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