martes, 30 de junio de 2009

Sangre y tiros en la frontera mejicana (sobre 'Tiempo de alacranes' de Bernardo Fernández)


El Güero es malo, malísimo, un auténtico cabrón.

Ya de niño los escorpiones no querían ni picarle y hasta cruzó él solo la frontera entre Méjico y Estados Unidos.

Luego creció y se hizo soldado.

Un general vio la paliza que le metía a otro hombre y se dijo a sí mismo: este chico tiene talento. En lugar de arrestarle, le puso a su servicio, como chófer y para lo que hiciera falta.

Pronto el ejército se le quedó pequeño.

El Güero se pasó a una empresa mucho más rentable: el crimen. Eso que llaman crimen organizado, queremos decir.

Ni recuerda ya los hombres que ha matado para distintos capos del narcotráfico o para ciudadanos muy, muy honrados, pero que, a la hora de la verdad, están dispuestos a utilizar cualquier método para que nada les moleste. Ni a ellos ni a sus intereses.

Ahora el Güero se empieza a sentir mayor y quiere retirarse.

Lo malo es que le van a hacer una de esas ofertas imposibles de rechazar.

Casi un plan de pensiones, pero que le va a complicar muchísimo la vida...

Este es, más o menos, el planteamiento o el arranque de Tiempo de alacranes (Ed. Pàmies), de Bernardo Fernández.

Lo bueno es lo que viene después. O lo que Fernández hace con eso, cómo mezcla voces e historias, y cómo empiezan a desfilar personajes de todo tipo.

Habla el Güero, habla su mejor amigo, hablan sus antiguos jefes, habla alguien desde un periódico, aparecen y desaparecen un par de matones (tipo el Gordo y el Flaco, o cualquier otra pareja cómica), conocemos a un sanguinario superviviente de la guerra de los Balcanes y hasta a los narco juniors, hijos de poderosos traficantes que estudian en el extranjero y van de artistas, pero que luego son tan bestias como sus padres y que se dedican a disfrutar de la vida mientras les llega la hora de ocupar el puesto que por herencia les corresponde.

Fernández mezcla también paisajes: las carreteras y el desierto de Méjico, las ciudades vampiro que despiertan al caer la noche, la frontera, los pequeños supermercados de Estados Unidos, la fría Canadá donde invernan y se aburren mortalmente los juniors...

Y, sobre todo, Fernández mezcla tonos y registros, desde el más cómico al más violento. Los confunde, un poco en plan las películas buenas de Guy Ritchie (o en su defecto, Tarantino).

Pero Fernández no frivoliza. Fernández retrata de forma macabra y con ironía. Fernández, en todo caso, lo que hace es crear una gran farsa del narcopoder y del Méjico actual. Una farsa que sabe inevitablemente a narcocorrido y que tiene un poso, o que recuerda muy, muy de lejos, y a ratos, a Juan Rulfo.

Aquí todos los matones han salido del ejército, o han trabajado como policías, han torturado para el Estado y luego, se han dedicado al secuestro exprés y a servir al narco.

La corrupción está generalizada. A los capos les meten presos por cualquier tontería, aunque salen de la cárcel cuando les da la gana o cuando tienen que cometer un crimen importante.

Y sí, una de sus balas, o de cualquier otro, puede acabar contigo en el momento menos pensado.

Pero es que esto es una guerra de todos contra todos, en la que no se distinguen ni buenos de malos, ni policías de criminales. Y el único que se salva es porque estaba borracho y tuvo suerte. O porque era tan malo, malísimo, que no le querían ni en el infierno.

Tiempo de alacranes merece la pena. Mucho, mucho.

(La foto de hoy, por cierto, es de Juan Rulfo. Además de escribir, también le dio por la fotografía.)

lunes, 29 de junio de 2009

El arte de fotografiar cadáveres

Hay una imagen que me obsesiona.

Es la imagen de una muerta.

Un día la encontré en el periódico.

Desde entonces no he podido quitármela de la cabeza.

Este fin de semana la he vuelto a encontrar, la misma muerta, descrita por Bernardo Fernández en su Tiempo de alacranes (Ed. Pàmies). Mañana hablaremos del libro.

Nos ha gustado mucho, mucho, mucho.

Fernández escribe, refiriéndose al Señor, un capo mejicano del narcotráfico:
"Por ello (el capo) conservaba colgada en la pared de su celda la ampliación enmarcada de una foto de Enrique Metinides, legendario reportero gráfico de nota roja.
En la imagen, el cadáver de una mujer recién prensada entre un auto y un poste de luz devolvía una mirada desafiante al observador.
Se trataba de una señora de aspecto distinguido, casi bella, atropellada en la ciudad de México algún día de la década de los setenta.
Pese a no pertenecer a su categoría favorita de muerte, para el Señor esa imagen era poesía pura. Nadie nunca se atrevió a cuestionarlo."
Detrás de esa foto, y de esa mujer muerta, hay una gran historia. O miles de historias.

Alguien debería escribirla algún día.

Nosotros preferimos no conocer la auténtica porque seguro que nos iba a decepcionar.

Enrique Metinides, en efecto, existe, y durante más de 50 años se dedicó a fotografiar muertos y sucesos en general.

Cuenta El País que vio su primer cadáver con 11 años: un hombre decapitado en una comisaría de Méjico.

Luego se dedicó a viajar en ambulancias y coches de policía para llegar antes que nadie al lugar de los hechos.

A la mujer muerta la puedes encontrar aquí.

Fernández describe su mirada como desafiante.

Pero yo creo que es más bien serena.

O resignada.

O vacía.

O ausente.

Como si le importara una mierda estar muerta.

O como si ni siquiera se hubiera enterado.

Luego Fernández sigue hablando de "un fotógrafo gringo, un tal Watson o Wilkins, que se deleitaba fotografiando cadáveres en las morgues de Francia y México".

Se refiere a Joel-Peter Witkins.

Al narco no le gusta. A nosotros, sí.

Es muy distinto, muy rebuscado, muy barroco.

Hace cosas de este tipo.

Otro día te hablamos de él.

Hoy sólo nos interesa la muerte tal cual, sin artificios, el cadáver que no ha sido manipulado con fines "artísticos".

Hay un libro extrañísimo.

Se llama Evidence y en él, Luc Sante selecciona 55 fotografías del archivo de la policía de Nueva York.

Todas están hechas entre 1914 y 1918, y retratan la escena de un crimen: hombres y mujeres que fueron asesinados o que se suicidaron, o que quizá sufrieron un accidente.

Cadáveres en calzoncillos que aparecen en el descansillo de una escalera.

Parejas a las que encuentran muertas en la cama.

Unos pies que salen de un cubo de basura.

Una chica joven, con un charco de sangre junto a la boca, en lo que parecer ser el hueco de una escalera...

Son imágenes poderosísimas y al mismo tiempo, fantasmagóricas. Como si de verdad la fotografía sirviera para detener el tiempo y esos cuerpos siguieran ahí, todavía calientes, esperando por toda la eternidad a que alguien venga a buscarlos y los entierre, o los queme, o se los dé de comer a los perros.

Son imágenes bellísimas (sí, bellísimas), pero asfixiantes.

Te dejan sin aire. Y si las sigues mirando 30 segundos más, quizá no puedas ni soportarlas.

El libro lo venden nuevo y de segunda mano en Amazon.

(Estamos muy siniestros últimamente. Es el verano. Y el calor. Pero no sé muy bien por qué hoy hablamos de muertos. Ni por qué ayer tuve que reencontrarme con la mujer fotografiada por Metinides. Aunque creo que existe una conexión directa entre eso y el hecho de que en la última entrada no colgara la foto de la cabeza decapitada de Mishima. Sería bonito pensar que han sido los muertos y que se están revelando contra mi ñoñería y mi exceso de consideración, contra el tabú en torno a la muerte, como si hubieran decidido vengarse de la única forma que ellos pueden hacerlo: apareciendo de pronto y reclamando su espacio. Sería bonito, sí, y puede que tenga sentido hasta cierto punto. Sólo hasta cierto punto. Aún así, tampoco habrían conseguido mucho: se habla de ellos, pero no se les ve. Cada día me siento más puritano. Y lo preocupante es que empieza a gustarme.)

viernes, 26 de junio de 2009

Un crisantemo en las cloacas (sobre Yukio Mishima)



Hoy estrenan una película.

Se llama Mishima.

No es nueva.

En el IMDB figura el 20 de septiembre de 1985 como fecha de estreno en Estados Unidos.

Dicen que es una obra maestra.

Mienten.

Volvemos a ser injustos: hablamos de memoria y de cuando la vimos, a principios de los 90, una madrugada en Canal+.

Nos pareció una película fría, muy fría y aburrida.

Insisto: hablamos de memoria, somos injustos, como de costumbre.

No importa.

Importa una mierda la película.

Importa Mishima.

Le hemos estado releyendo esta semana.

Hemos elegido nuestra novela preferida de él, la que siempre recomendamos y regalamos, la que leímos primero y nos dejó noqueados, la que prestamos a alguien y aún no nos ha devuelto: El marino que perdió la gracia del mar.

Alguién, quizá, que está ahora mismo leyendo esta entrada.

Era una edición de Bruguera, con mil subrayados y una foto en la portada de la Tate no Kai al completo, la Sociedad del Escudo, un grupo paramilitar que montó Mishima con estudiantes universitarios para defender las esencias del Japón tradicional.

El 25 de noviembre de 197o, Mishima, candidato al Nobel y uno de los escritores más reconocidos de Japón, se dirigió a uno de los principales cuarteles del país con cuatro de sus niñatos. Iba a dar un golpe de Estado para restaurar el antiguo orden imperial.

¿Un golpe de Estado?

No, era una fantasmada. Una excusa para hacer lo que siempre había querido: morir.

Morir de una forma heroica y hermosa. Alcanzar la gloria.

Nadie que hubiera leído a Mishima pudo sorprenderse.

O sí.

Porque lo normal es que los escritores hablen y escriban mucho. Es su trabajo. Pero pocos, muy pocos, dan el paso de convertir en realidad sus fantasías. Y lo más seguro es que toda esa panda de "cobardes" haga bien.

De lo contrario, el mundo estaría lleno de cadáveres.

Más incluso que ahora, queremos decir.

La idea de la muerte obsesionaba a Mishima. Y la de la belleza.

En realidad, muerte y belleza acaban confundiéndose en su obra.

Él era feo, muy, muy feo. Un niño debilucho e hiperprotegido por su abuela.

Un tarado desde la infancia.

Estalló la II Guerra Mundial, la participación de Japón en ella, y el joven Mishima (había nacido en 1925) corrió a alistarse: quería ser kamikaze y morir por su país.

Una muerte gloriosa, otra vez.

Pero le echaron para atrás. No daba el tipo. Era un tirillas.

Este rechazo le marcó de por vida. Y su fealdad.

Se hizo escritor y culturista.

Mishima también era gay.

Y padecía un inmenso narcismo, como sólo puede padecerlo alguien que ha conseguido su belleza a fuerza de horas y horas de trabajo.

O como sólo puede padecerlo un acomplejado, lleno de músculos, pero que en el fondo sabe que sigue siendo el mismo niño débil y asustado que lloraba por las noches al meterse en la cama.

Mishima, de mayor, se casó y consiguió un gran éxito.

Era un tipo muy polémico y reaccionario, con un enorme afán de provocación, capaz de fotografiarse con el uniforme nazi o de declarar su admiración por Hitler.

Pero, sobre todo, Mishima escribió y escribió. Escribió muchísimo.

A Mishima hay que leerle: siempre tan retorcido y tan sutil, a veces extremadamente complejo, pero magistral como narrador. Con eso que los cursis llaman un "mundo propio", pero en su caso inabarcable y brutal, brutal y poético, lleno de sombras y de abismos, de sexo y de muerte. Y, sobre todo, de una búsqueda constante de la pureza, la pureza como un ideal absoluto.

Esa pureza, ese ideal, quizá más que la obsesión por la muerte, marca la vida de Mishima, su forma de escribir (aunque compleja y afectada) , y sus personajes.

Quizá, sólo quizá, el conflicto real de Mishima y el que reflejan sus historias sea ese: la imposibilidad de alcanzar o de vivir la pureza en el mundo real.

No se puede ser un crisantemo en las cloacas.

El emperador no es Dios, sino un gilipollas que ha hundido y humillado a todo su país, un imbécil que primero provocó el lanzamiento de dos bombas atómicas (las primeras de la historia) sobre sus súbditos y que luego, se lo entregó todo al enemigo.

Sus personajes, los personajes de Mishima, bien mirados, y al mundo, y a los libros, y a la vida, siempre hay que mirarlos bien, o al menos, intentarlo, no resultan románticos.

Todo lo contrario: sus personajes son patéticos, sin que la palabra aquí tenga la menor connotación negativa. No decimos payasos. Ni muchísimos menos. Decimos dignos de lástima, seres vulnerables, muy, muy vulnerables, perdidos y confundidos, que acaban buscando consuelo en sus fantasías, sus fantasías de muerte.

Sus personajes son monjes torpes y tartamudos que no soportan la belleza de un templo, su templo, y acaban prendiéndole fuego (El pabellón de oro).

O tipos que consagran su vida a perseguir las sucesivas reencarnaciones de su mejor amigo muerto en ese momento en el que tal vez cierta pureza aún sea posible: la adolescencia (la tetralogía El mar de la fertilidad).

O adolescentes nihilistas, que saben que el mundo y la sociedad es un gran vacío, y que no dudan en matar a su ídolo cuando ven que éste va a rendirse y a abandonar el mar para entregarse a las comodidades de una vida tan convencional como falsa (El marino que perdió la gracia del mar).

De ahí, la obsesión por la muerte: porque tal vez sea lo único puro, la alternativa frente a un mundo corrupto y miserable, la fantasía perfecta, un refugio sin fisuras.

La muerte no puede llevarnos la contraria: nadie vuelve de ella para decirnos que es también una mierda, un agujero infinito.

O sí.

Hay veces que la muerte, lo que vemos de ella, nos muestra su cara más grotesca.

Y el caso de Mishima es buen ejemplo.

El 25 de noviembre de 1970 Mishima y sus hombres reunieron a todos los soldados en el patio del cuartel.

Soltaron su discurso.

Pero no conmovieron a nadie.

Al revés, las tropas se descojonaron de ese friqui que les hablaba.

Mishima, tras el ridículo, se retiró junto a sus hombres.

No debió importarle demasiado.

Lo bueno estaba a punto de llegar: el momento que llevaba años y años preparando, el que iba a servir para justificar toda su vida.

Sacó la espada y se abrió las tripas.

Un agonizante Mishima esperaba el golpe de gracia. La gloria.

El encargado de decapitarle, como exige el ritual del sepukku (o harakiri), iba a ser su discípulo preferido, en este caso, también su amante, un tal Masakatsu Morita.

Pero no fue capaz. Debió ponerse a llorar, le tembló el pulso, no reunió las fuerzas necesarias para separar con un sólo corte la cabeza del tronco.

Aquello, al parecer, se convirtió en una carnicería, una chapuza: como en los toros cuando pinchan y pinchan en hueso, o cuando descabellan mal.

La muerte, después de todo, quizá no molaba tanto como Mishima siempre nos había dicho.

O la gloria, como saben todos los que han leído El marino que perdió la gracia del mar, tiene un sabor amargo.

Amargo y estúpido.

(Hoy ha sido especialmente difícil elegir la foto. Hay muchas de Mishima desnudo, o semidesnudo, con la katana en la mano. También las hay de él atado a un árbol y con todo el cuerpo atravesado por flechas, reproduciendo el martirio de san Sebastián. La que más nos atraía era una de su cabeza decapitada después del suicidio. Quizá fuera un poco bestia para quien no esperara encontrarse con ella y la viera de pronto. Quizá colgarla contribuiría a eso que tan poco nos gusta: convertir la muerte en espectáculo. Aunque creo que no. Refuerza nuestra tesis, por llamarla de alguna manera, no hay misterio ni romanticismo en la muerte: Mishima parece dormido y como si le dolieran las muelas. Sólo eso. Quien quera verla, la tiene aquí.)

jueves, 25 de junio de 2009

Una tarde rodeado de muertos y borrachos (sobre la Videoteca de humanidades)


(Aviso: Las tres primeras imágenes son fotos de los vídeos. No son los vídeos. Si alguien quiero verlos, tiene que ir a doclecticos.blogspot.com y descargárselos.)

Lo bueno de los muertos es que dan muy bien en cámara.

Como si el dejar la vida atrás garantizara la fotogenia.

O les otorgara un brillo y una presencia que no tuvieron antes.

Esa es la primera conclusión que sacamos después de descargarnos unas cuantas entrevistas y documentales de la Videoteca de humanidades.

Vemos a Bukowski recitar un poema borracho, o responder a un entrevistador borracho, o viajar en avión borracho.

Vemos a Juan Rulfo con unas absurdas gafas de sol contestando a una jovencísima Mercedes Milá. Seguro que él también está borracho.



Vemos a Buster Keaton interpretar el guión, sin palabras, que Samuel Beckett escribió para él. El alcoholismo de ambos es de sobra conocido.



Hay más, muchos más autores, en la Videoteca de humanidades. No todos borrachos, lo de estos tres quizá se trate sólo de una casualidad. Pero sí que están todos muertos, escritores y filósofos como Borges, Bolaño, Hannah Arendt, Luis Cernuda, Deleuze, Cortazar, Foucault, Sartre, Onetti...

Sólo se salva algún que otro arquitecto aún con vida, como Calatrava o el ya centenario Oscar Niemeyer.

La Videoteca de humanidades lleva en marcha desde abril de este año y tiene dos objetivos. Cortamos y pegamos de su web:
Primero, ser un sitio en que se reúnan de forma ordenada materiales en video relacionados con el mundo de las humanidades (en su mayor parte documentales) que se encuentran en la red, haciendo que todos estén disponibles en descarga directa; segundo, ofrecer subtítulos en español para aquellos materiales que aún no los tienen.
No sabemos quién está detrás, sólo que nos mandaron un mail pidiéndonos nuestra opinión.

Mola y se lo están currando bastante: cuelgan algo todos los días.

Queríamos haber cerrado hoy con un vídeo de Boris Vian.

La La Videoteca de humanidades aún no tiene ninguno. Seguro que pronto lo incluirán. Recurrimos a Youtube:



Antes de ayer se cumplieron 50 años de su muerte.

En La Vanguardia, entre otros sitios, escribieron de él.

Quizá otro día lo intentemos también nosotros.

De momento, te dejamos con un poema suyo, muy cerdo y muy gracioso. Cortamos y copiamos de Poemas en francés:
Primer amor

a Jean Boullet

Cuando un hombre ama a una mujer
De entrada, la sienta en sus rodillas
Tomando cuidado de levantarle el vestido
Para no estropear sus pantalones
Porque tela sobre tela
Gasta la tela
Enseguida, verifica con la lengua
Si a ella la operaron de las amígdalas
Si no, sería contagioso
Después, como hay que ocupar las manos
Busca, tan lejos como pueda
Y rápido constata
La presencia efectiva y real de la cola
De una laucha blanca manchada de sangre
Y tira, tiernamente, del hilito
Para tragarse el tampax.

miércoles, 24 de junio de 2009

De premios, realitys, narcos y futbolistas (los libros de la semana)


Es bonito disentir.

Pero es bonito también estar de acuerdo.

De vez en cuando estar de acuerdo.

Sobre todo con los grandes.

Gente como Sánchez Dragó.

O Muñoz Molina.

A mí me caen bien los dos.

Muy bien incluso.

Son necesarios.

El primero, tan friqui.

El segundo, siempre sensato y ponderado. Otra forma de friquismo.

Dice Dragó que no tiene una opinión fundada sobre la obra de Ismail Kadaré, al que le han dado el Premio Príncipe de Asturias.

O sea, ni puta idea. De sus libros no debe haber visto ni la portada.

Como yo.

Aunque admite que podría ser un autor magnífico.

Y luego sigue: "hemos premiado al escritor más importante de Albania, lo que no sé es si hay otros".

Se le ve encantado con la decisión del jurado, del que él, por cierto, formaba parte.

Quizá hubiera preferido dárselo a un amiguete.

Luego está lo de Muñoz Molina.

Dice que, al ponerse a escribir, se siente "completamente a ciegas, desalentado y perdido".

A nosotros nos pasa lo mismo con este blog.

Hoy, por ejemplo, íbamos a hablar de Genet.

Un nuevo intento.

Pero se nos ha atragantado Genet.

Y eso que el libro es muy, muy bueno.

Ir corriendo a comprarlo.

Y leerlo.

Es muy cortito (93 páginas), pero muy exigente.

Creo que ya lo dijimos.

Se llama El niño criminal y lo ha editado Errata Naturae.

Hoy, en lugar de eso, elegimos tres libros recientes que no hemos leído. Pero que nos llaman la atención y que nos apetece leer. Mucho, mucho.

1. Realidad. Sergio Bizzio. Ed. Caballo de Troya.

Este trimestre, la editorial dirigida por Constantino Bértolo, ha pasado de los autores españoles.

Todos los que ha publicado son argentinos.

Leí en algún sitio cómo lo justificaba: ellos tienen más cosas que contar, venía a decir Bértolo.

Entre otros, ha editado a una abuelita, Aurora Venturini, de 87 años, amiga de Eva Perón y que ha escrito una novela, Las primas, que es, por lo visto, un trallazo: la historia de una familia de retrasados mentales.

Y como en todas las familias, hay violaciones, estupros, abortos y crímenes.

Sergio Bizzio es un poco el cabeza de cartel de esta invasión argentina.

De él han publicado dos libros: Realidad y Era el cielo.

Realidad es una historia de reality shows y violencia, de terroristas que entran en el Gran hermano y de escabechinas, de manipulaciones, de ficciones que parecen auténticas y de verdades que luego resultan ser falsas.

El rollo reality da un poco de pereza. Parece un poco manido. Pero confiamos en Caballo de Troya. Y nos produce muchísima curiosidad un autor del que no sabemos nada y al que le editan dos libros de golpe.

2. Tiempo de alacranes. Bernardo Fernández. Ed. Pàmies.

Pàmies edita novelas negras muy curiosas.

El año pasado, por ejemplo, nos sorprendieron con El peor día, del escocés Allan Guthrie.

La historia de dos buenos tipos, o eso parece al principio, cuyos destinos chocan de pronto: uno acaba de salir de la cárcel y el otro es un raterillo que comete un grave, gravísimo error.

Al final, a Guthrie se le iba un poco de las manos la trama, pero aun así, fue una de las mejores novelas negras que leímos el año pasado.

Ésta va de narcos mejicanos y de sicarios que deciden retirarse.

Hay temas y ambientaciones que dan mucho juego: como los mafiosos ingleses. O la brutalidad de la frontera, esas historias llenas de sangre y a caballo entre dos mundos.

Tiempo de alacranes, además, tiene tres partes. Pero no se llaman primera parte, segunda parte y tercera parte.

No.

Se llaman primera caída, segunda caída y tercera caída.

Y Bernardo Fernández, que ha ganado un par de premios con la novela, la encabeza con una cita de Maïakovski: "Tenéis suerte, la venganza no alcanza a los muertos".

3. El gran circo del fútbol. Juan Tejero. T&B Editores.

No nos gusta el fútbol. Nos aburre muchísimo.

Pero sí que nos interesa esta recopilación de anécdotas. Más que nada porque parece tener preferencia por los aspectos más delirantes o truculentos. Con capítulos como: El gran combate, Terror en el estadio, Murieron con las botas puestas, Los indeseables del fútbol, Historias del manicomio o Fichajes malditos.

También habla de goles, entrenadores o los orígenes de este deporte.

Nos quedamos, por ejemplo, con la historia de un equipo africano, el Benatshadi. Todos sus jugadores murieron en 1998 cuando un rayo cayó sobre el campo de juego. Los rivales, los del Basangana, se salvaron: los tacos de sus botas eran de plástico. Los de los muertos, metálicos.

O con frases como la que Manuel Ruiz de Lopera le dedicó a Antic: "¿No hay guerra en Bosnia? Que coja una metralleta y se vaya con los suyos".

martes, 23 de junio de 2009

Del inconveniente de haber nacido chino (un poema de Du Fu)


Nos acojonan los chinos.

No somos capaces de entenderlos.

Los despreciamos, los humillamos, los odiamos.

O les hacemos mil reverencias, como si conocieran secretos que nosotros ni siquiera somos capaces de imaginar.

En el fondo, todos pensamos lo mismo: tarde o temprano acabarán devorándonos.

Nadie respeta a la chinos.

Ni el niñato que entra en una de sus tiendas y se la revienta entera por hacer la gracia ni las mafias que los traen aquí ni los empresarios que los esclavizan.

Aunque ellos, esos cabrones explotadores, a veces también sean chinos.

Este poema lo escribió un chino.

Se llamaba Du Fu.

Y está dedicado a todos los chinos.

A los de Mataró, y a los 18 que en febrero estuvieron a punto de suicidarse porque una importante empresa constructora (o alguna de sus subcontratas) llevaba tres meses sin pagarles el suelo.

También a los que esta noche hará justo un año mataron a un hombre en la calle Fuencarral de Madrid. Sólo tenían miedo y trataban de defenderse.

Y hasta al chino hijo de puta que nos vende de noche las cervezas pero que nunca nos sonríe ni nos saluda ni muestra la menor amabilidad.

Él es otro, suponemos, de los que viven permanentemente amenazados y puteados.
Violento el viento.
Alto el cielo.
Los monos aúllan sus tristezas.
Sobre el islote blanco y frígido,
un ave vuela, dando vueltas.
Arrastradas por el viento, miríadas de hojas
caen silbando de los árboles,
y el inmenso Yangtse corre tumultuoso.

Lejos de mi tierra,
lloro el triste otoño,
y los viajes me parecen interminables.
Abrumado de años y enfermedades,
subo solo a esta terraza.
Las penurias y congojas
han hecho abundar mis canas.
No puedo sino dejar a un lado mi copa.

Nota 1: El poema se llama Ascensión y lo hemos sacado del libro Poemas de Tang. Edad de Oro de la poesía china. Ed. Cátedra. Traducción de Chen Guojian.

Nota 2: El título de la entrada es un plagio, o una parodia, de Del inconveniente de haber nacido, de Émile Cioran, un charlatán, un llorica, un pesado. Otro día te hablamos de él.

lunes, 22 de junio de 2009

Viajar es un coñazo (leyendo 'Intente usar otras palabras', de Germán Sierra, en una habitación de hotel sin minibar)


Viajar es un coñazo.

Pura superstición.

Uno de esos mitos contemporáneos.

Siempre lo decimos.

Mucho mejor quedarse en casa.

A ser posible, leyendo los Pensamientos de Pascal (Ed. Alianza. Traducción de J. Llansó):
Toda la desgracia de los hombres procede de una sola cosa, que es no saber permanecer en reposo en una habitación.
Porque lees a Pascal y hasta te entran ganas de creer en Dios, que era justo lo que él pretendía: convertirnos a todos.

Pero a veces no queda más remedio que ir a algún sitio. Existen motivos de peso, como cuando hay gente que te quiere y a la que tú quieres esperándote allí.

Toca entonces hacer las maletas, recorrer estúpidas autopistas (sobre todo si tú no conduces) y sufrir el insomnio en una habitación de hotel en la que ni siquiera se pueden ver, o se pueden oír, los canales de televisión que a ti te gustan. Los que le gustan a todo el mundo de madrugada: vídeos musicales, noticias las 24 horas, películas porno.

Hay incluso habitaciones de hotel que no tienen minibar.

Un drama. Una tragedia. Aislado en un pueblo de Navarra, sin una nevera llena de botellitas de colores o un garito abierto a esas horas.

Alguien debería intervenir de inmediato. El Ministerio de Sanidad. La OMS. Exigir la instalación incondicional de minibares en todas las habitaciones de todos los hoteles del mundo.

Al menos, esta vez, llevábamos un par libros. Nos decantamos por Intente usar otras palabras (Ed. Mondadori), de Germán Sierra.

Ya te dijimos algo de él, antes de leerlo, y sí, es moderno, muy moderno.

Esta vez utilizamos el término sin connotaciones negativas.

Simplemente describimos. Como hace Sierra, que en esta novela, más que contar, describe, o crea, o recrea, o retrata a un personaje, Carlos Prat y su mundo: su trabajo como funcionario cultural, su pasado en los 80 como socio de un bar de copas, su vagancia, su carácter algo canalla, sus compañeros y amigos, algunas de las mujeres que han pasado por su vida...

¿Qué es lo que hace moderno a éste libro?

Ese afán de no contar, por ejemplo, el no querer que haya una historia o un argumento, el reducir la acción al mínimo, algo que ya se ha intentado (y logrado) antes muchas veces.

Como en las Nocilla, de Agustín Fernández Mallo, el gran paradigma actual de lo moderno. O si prefieres, de eso que llaman afterpop. Aunque aquí, en el caso de Sierra, hay un personaje central que le da unidad a todo.

También están los referentes. Sierra lo va llenando todo de nombres y de cosas modernas, empezando por el título: Intente usar otras palabras, que es lo que te dice Google cuando no encuentra lo que buscas.

O la novia del personaje, que es DJ y pincha desnuda.

O la inevitable mención al 11-S casi, casi como si hubiera sido un episodio de ficción.

O los blogs que aparecen por aquí y por allá.

O caracterizar a un personaje en función de si prefiere la Coca-Cola o la Pepsi, el Mac o el PC, Glaxo Smith-Kline o Novartis, Prada o Gucci. Y así, muchas otras disyuntivas más.

O las reflexiones sobre ese nuevo mundo que ha creado Internet: la piratería cultural, el exhibicionismo, la obsesión por la fama...

Por supuesto, es normal que en una novela situada en la actualidad haya conexiones a Internet, blogs, móviles, DJ desnudas, etc.

Lo moderno no es tanto utilizar todos eso elementos, o cualquiera de ellos. Lo moderno es convertirlos en tus rasgos de identidad, situarlos en un lugar privilegiados, dirigirles una mirada llena de fascinación, que a veces, muchas veces, roza o cae en el ridículo, en una actitud tan cateta que hasta produce vergüenza ajena.

Pero Sierra, no.

Sierra no es ni ridículo ni cateto.

Le salva su inteligencia y su ironía, le salva también lo bien que escribe y mil detalles que demuestran su talento. Esas frases o párrafos deslumbrantes y al mismo tiempo, graciosísimas.

Observaciones como:
"Su generación fue la primera en darse cuenta de que ser propietario de un bar es lo más alto que se puede llegar en la vida. Sus padres deseaban que se hiciesen médicos, arquitectos, abogados, corredores de bolsa, ejecutivos de una empresa multinacional. Ellos querían levantarse a media tarde, disponer de un par de camareros y trabajar de doce a tres bebiendo con los amigos. Coger la mitad del dinero de la caja, en efectivo, a la hora de cerrar, e irse por ahí a gastarlo hasta la mañana siguiente. En los bares había alcohol, drogas, seres humanos atractivos, conversaciones interesantes y la mejor música del momento. A los bares era donde les gustaba ir: ¿no era lógico que quisieran tener uno?"
O mucho más elevadas:
"La cultura es nuestra principal estrategia de dominio, la máquina de guerra definitiva que todos, en mayor o menor medida, ayudamos a construir, la reluciente armadura que después de vestida nos impedirá movernos con libertad."
Descripciones sexuales:
"Apesta a aceite como las máquinas en celo. Jode como un automóvil que choca contra otro, con un estrépito de alivio, cualquier noche en una autopista solitaria."
Y maravillosas chaladuras:
"¿Has llorado alguna vez viendo una película porno?, le preguntó Pablo Melchor en cierta ocasión. Carlos contestó, sonriendo, que jamás (aunque, un rato después, quiso saber a qué clase de porno se refería). Entonces nunca has amado con suficiente intensidad."
Al final, la conclusión con la que te quedas es que Intente usar otras palabras resulta una novela interesante, muy interesante, aunque algo fría y a ratos, un poco hueca, demasiado intelectual, o demasiado ingeniosa, como si el experimento de Sierra no terminara de cuajar. Como si aún le quedara lo más difícil: conseguir que este engranaje tan sofisticado tenga alma (por llamarlo de alguna manera antigua, muy, muy antigua, milenaria, reaccionaria incluso). O como si estuvieras en una habitación de hotel cómoda, bien decorada, y hasta espectacular si quieres, con unas vistas impresionantes, pero a la que le falta el minibar.