martes, 30 de junio de 2009

Sangre y tiros en la frontera mejicana (sobre 'Tiempo de alacranes' de Bernardo Fernández)


El Güero es malo, malísimo, un auténtico cabrón.

Ya de niño los escorpiones no querían ni picarle y hasta cruzó él solo la frontera entre Méjico y Estados Unidos.

Luego creció y se hizo soldado.

Un general vio la paliza que le metía a otro hombre y se dijo a sí mismo: este chico tiene talento. En lugar de arrestarle, le puso a su servicio, como chófer y para lo que hiciera falta.

Pronto el ejército se le quedó pequeño.

El Güero se pasó a una empresa mucho más rentable: el crimen. Eso que llaman crimen organizado, queremos decir.

Ni recuerda ya los hombres que ha matado para distintos capos del narcotráfico o para ciudadanos muy, muy honrados, pero que, a la hora de la verdad, están dispuestos a utilizar cualquier método para que nada les moleste. Ni a ellos ni a sus intereses.

Ahora el Güero se empieza a sentir mayor y quiere retirarse.

Lo malo es que le van a hacer una de esas ofertas imposibles de rechazar.

Casi un plan de pensiones, pero que le va a complicar muchísimo la vida...

Este es, más o menos, el planteamiento o el arranque de Tiempo de alacranes (Ed. Pàmies), de Bernardo Fernández.

Lo bueno es lo que viene después. O lo que Fernández hace con eso, cómo mezcla voces e historias, y cómo empiezan a desfilar personajes de todo tipo.

Habla el Güero, habla su mejor amigo, hablan sus antiguos jefes, habla alguien desde un periódico, aparecen y desaparecen un par de matones (tipo el Gordo y el Flaco, o cualquier otra pareja cómica), conocemos a un sanguinario superviviente de la guerra de los Balcanes y hasta a los narco juniors, hijos de poderosos traficantes que estudian en el extranjero y van de artistas, pero que luego son tan bestias como sus padres y que se dedican a disfrutar de la vida mientras les llega la hora de ocupar el puesto que por herencia les corresponde.

Fernández mezcla también paisajes: las carreteras y el desierto de Méjico, las ciudades vampiro que despiertan al caer la noche, la frontera, los pequeños supermercados de Estados Unidos, la fría Canadá donde invernan y se aburren mortalmente los juniors...

Y, sobre todo, Fernández mezcla tonos y registros, desde el más cómico al más violento. Los confunde, un poco en plan las películas buenas de Guy Ritchie (o en su defecto, Tarantino).

Pero Fernández no frivoliza. Fernández retrata de forma macabra y con ironía. Fernández, en todo caso, lo que hace es crear una gran farsa del narcopoder y del Méjico actual. Una farsa que sabe inevitablemente a narcocorrido y que tiene un poso, o que recuerda muy, muy de lejos, y a ratos, a Juan Rulfo.

Aquí todos los matones han salido del ejército, o han trabajado como policías, han torturado para el Estado y luego, se han dedicado al secuestro exprés y a servir al narco.

La corrupción está generalizada. A los capos les meten presos por cualquier tontería, aunque salen de la cárcel cuando les da la gana o cuando tienen que cometer un crimen importante.

Y sí, una de sus balas, o de cualquier otro, puede acabar contigo en el momento menos pensado.

Pero es que esto es una guerra de todos contra todos, en la que no se distinguen ni buenos de malos, ni policías de criminales. Y el único que se salva es porque estaba borracho y tuvo suerte. O porque era tan malo, malísimo, que no le querían ni en el infierno.

Tiempo de alacranes merece la pena. Mucho, mucho.

(La foto de hoy, por cierto, es de Juan Rulfo. Además de escribir, también le dio por la fotografía.)

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