miércoles, 14 de octubre de 2009

Por favor, ponme en tu lista negra (la música de Billy Bragg, un avance sobre la novela de Nick Cave y un cuento de Yasutaka Tsutsui)



Vuelvo a entrar en un bucle.

Llevo desde ayer atrapado en una canción.

Se llama The great leap forwards y la canta Billy Bragg.

La escucho una y otra vez, una y otra vez.

La escucho y lloro.

Esta noche Billy Bragg va a actuar en Madrid y yo me lo voy a perder.

Es por eso por lo que lloro.

No por todo lo demás.

Antes me gustaba mucho cuando decía:
Here comes the future and you cant run from it
If youve got a blacklist I want to be on it
Pero cada vez la canta de una forma distinta.

En el vídeo de arriba cambia eso de "si tienes una lista negra, quiero estar en ella", por "si tienes un sitio en MySpace, yo quiero estar en él".

No es lo mismo, pero se entiende.

Todo el mundo, hasta Billy Bragg, aspira a tener un millón de amigos.

Yo, a veces, también.

Quizá ese sea el motivo por el que no voy a verle esta noche: me encanta la gente, me encantan las cenas, me encanta relacionarme.

Sobre todo cuando consigo no vomitar.

Volviendo a Billy Bragg, él es muy rojo. Lo mismo canta su propia versión de la Internacional en una protesta contra el G-20 que adapta una canción de Dylan para dedicársela a Rachel Corrie, la activista aplastada por una excavadora israelí mientras intentaba proteger la casa de una familia palestina.

Bragg tiene también una versión muy cañera del All you fascists, de Woody Guthrie.

Aunque hay quien se queda con sus canciones de amor.

The Passionate & Objective Jokerfan le escribió un tema muy divertido, Billy Bragg, I Prefer Your Love Songs To Your Political Songs (lo siento, pero este enlace me temo que sólo van a poder seguirlo los usuarios de Spotify, no he encontrado otra cosa).

Supongo que cuando hablan de canciones de amor, se refieren a A new England pero es que yo, de tanto escucharla, le tengo un poco de manía.

La misma manía que le tenía, por ejemplo, a Nick Cave como escritor.

Aunque a él se la estoy perdiendo.

Cuando consigo salir del bucle y escapar de The great leap forwards, me pongo a leer La muerte de Bunny Munro, su segunda novela.

Me está gustando mucho, pero eso mejor lo cuento otro día.

También sigo descargándome alguna cosilla de Internet.

Lo último ha sido un cuento, Mujer de pie, de Yasutaka Tsutsui.

Todavía no he podido leerlo.

(Tiene gracia, hoy ha empezado la Feria del Libro de Fráncfort, la más importante del sector, y se vuelve a hablar a todas horas del libro electrónico. Incluso un editor dice en El País que las obras en este formato no se venderán por menos de 12 euros. Yo seguramente me equivoque con mis apocalípticas predicciones sobre el tema, pero juraría que más de uno está haciendo todo lo posible para que se cumplan.)

martes, 13 de octubre de 2009

Odio a los adolescentes. Es fácil tenerles piedad* (sobre 'Deseo de ser punk', de Belén Gopegui)



Hagamos un nuevo intento: a ver si podemos escribir algo digno sobre Deseo de ser punk (Ed. Anagrama), de Belén Gopegui.

Lo primero que conviene decir es que en Deseo de ser punk hay una chica de 16 años que cuenta su historia.

Y esa voz que se inventa Gopegui resulta creíble, salvo en contadas, contadísimas ocasiones de las que hablaremos luego.

La adolescente se llama Martina y no es gilipollas.

Quiero decir que no es como Hannah Montana.

No pretende triunfar ni ser famosa ni ligarse al chico más guapo de su clase.

Su modelo se parece más bien a Holden Caulfield, el de El guardián entre el centeno, del que de hecho habla en alguna ocasión.

Pero Martina es roja y es chica.

Martina, además, tiene un problema: se siente rara, está jodida, algo le ha pasado. Empieza a darse cuenta de que vive en un mundo de cosas y de personas rotas.

Le falta una canción, un código, una actitud.

Lo que Martina busca es algo así (corto y pego):
Entrar en una canción tiene que ser como la electricidad: en vez de un sitio, algo que te atraviesa y, mientras lo hace, la atracción hacia unas cosas y la repulsión hacia otras se vuelve muy potente. Tanto que tienes la impresión de estar siendo abducida y ahí estás tú, fuera de órbita, en un sistema planetario nuevo donde importa lo que vibras, deseas, blasfemas y sueñas mientras vives esa maldita canción.
Deseo de ser punk es una novela de iniciación en la que no falta ninguno de los ingredientes habituales: ni el amor ni la amistad ni la muerte.

Gopegui evita la ñoñería, lo que no quiere decir que no sea capaz de producir ternura en determinados momentos. Al revés.

Una ternura incluso inmensa, pero sin abusar de ella.

Y con una de las declaraciones de amor más bellas (sí, bellas), obscenas y sinceras que he leído en mucho tiempo.

Deseo de ser punk es también una novela inteligente que se atreve a mirar el mundo a la cara, como quiere hacer su protagonista.

Pero su gran mérito, lo que más sorprende, es que una novela de adolescentes (y seguramente también muy indicada para ellos) no idealiza la adolescencia, sino que se atreve a dinamitarla como uno de los grandes mitos contemporáneos.

En un mundo en el que los adultos parecen condenados a comportarse toda su vida como si tuvieran 15 años, que vive fascinado por la adolescencia y que nos la vende lo mismo como espacio de la mayor pureza que como objeto del deseo más turbio, Martina va a darse cuenta de que no hay en ella ningún secreto ni ninguna clave, nada misterioso que la diferencie de la edad adulta.

En un momento dado Martina escribe lo que sigue y se agredece su lucidez:
De repente lo vi clarísimo, nada más soltar la pregunta vi a mi padre como yo pero más viejo, quiero decir que no pertenecía a otra especie, no tenía poderes, no sabía muchísimas más cosas que yo sino sólo unas cuantas más. Y tenía su infierno, igual que yo tenía el mío, y a lo mejor no estaba ahí para cuidarme sino que sólo estaba a mi lado y se hacía cargo de algunas cosas de las que yo no podía hacerme cargo todavía.
Hasta propone una gran solución: quizá todos los males de la adolescencia, o buena parte de ellos, se curen con una buena dosis de realidad y responsabilidad.

El problema viene cuando esa voz, la voz de Martina que sustenta todo el relato, presenta alguna fisura, determinados momentos en los que ves, o al menos eso parece, la mano de su autora.

Es como si se rompiera el hechizo.

O mejor, como si descubrieras el truco que ha hecho el mago con la baraja.

Esto sucede, sobre todo, cuando Martina expresa determinadas ideas políticas.

No cuando surge una crítica o una injusticia, pero sí cuando, en lugar de mostrarse esas situaciones, Martina teoriza sobre ellas. Pienso, por ejemplo, en la escena de la conferencia, o esa otra en la que comenta con sus padres (creo recordar) la destrucción de puestos de trabajo.

Chirría.

No porque los adolescentes no sean inteligentes o no les interese política o no tengan derecho a expresar determinadas opiniones.

Simplemente aquí no funciona, quizá suene un poco forzado, o esas escenas parezcan meras excusas que no terminan de encajar, o la autora en esos momentos se está implica demasiado.

Deseo de ser punk presenta también otro problemas muy relacionado con el anterior, aunque más grave.

Martina decide pasar a la acción para hacer frente a ese mundo que no funciona, a su malestar y al de tantas otras personas.

Bien.

Muy bien, incluso.

El problema, de nuevo, es la forma en que Martina lo hace.

Aquí sí que la novela acaba cayendo en muchas de las trampas que hasta entonces tan bien había sabido esquivar.

Intentaré no reventar la historia del todo, pero la revolución de Martina, por llamarla de alguna forma, acaba convirtiéndose en un acto sentimental.

Sólo eso.

Y por lo tanto, no resulta creíble ni interesa demasiado al lector.

Es uno de esos finales que te desvincula de la historia.

Lo toleras, porque hasta entonces la novela te ha gustado, pero poco más.

Quizá lo peor es lo que puede significar esta revolución simbólica de Martina y sus reivindicaciones que el lector seguramente no compartirá o las verá como una chiquillada.

Quizá lo que todo eso refleja es la incapacidad de la izquierda, en general, para imaginar la revolución.

O quizá sólo refleja la imposibilidad de hacer y plantear la revolución desde la literatura.

Quizá una novela, como artefacto político, sólo sirva para efectuar una denuncia o para convencer o para contar la revolución una vez que ha ocurrido.

Pero quizá la literatura está condenada a fracasar cuando traspasa esos límites.

Y conste que no lo digo regodeándome en ello.

Y que todo son quizás.

Creo que hoy, más que nunca, me gustaría estar equivocado.

Y que a pesar de lo que acabo de comentar, sigo considerando Deseo de ser punk una novela interesantísima.

Muy buena.

Pero no tan grande como podría o debería haber sido.

(*El título de la entrada es, por supuesto, un plagio de Pere Gimferrer y de su poema Cuchillos en abril. Martina, en realidad, no tiene nada que ver con esos adolescentes: ella desde el primer momento exige que no se le tenga piedad, por lo que resulta muy difícil odiarla.)

domingo, 11 de octubre de 2009

Sólo una canción en la víspera de la Fiesta Nacional...



Llevo varias semanas queriendo escribir algo sobre Deseo de ser punk, de Belén Gopegui.

Incluso lo he intentado.

Pero no encuentro el tono o no me sale o me lío.

Quizá haya demasiadas cosas que decir.

O quizá me esté volviendo gilipollas.

"Una novela interesantísima", puse el otro día en otro sitio.

Y también: "puede que alguna cosa chirríe y puede que la literatura no sirva para hacer la revolución".

Lo importante sería aclarar estas dos últimas frases.

Y luego, si acaso, contar todo lo demás.

Pero hoy, 11 de octubre de 2009, víspera del Día de la Raza, de la Virgen del Pilar, de la Fiesta Nacional y del Gran Desfile de las Fuerzas Armadas, tampoco va a ser.

Acabo de poner la tele y he visto que hay un autobús por Madrid que lleva encima a Fito Páez y en el que va a dar un concierto.

Por supuesto, no voy a ir.

Tengo otros planes y algo de dinero en el bolsillo que quiero gastar con la misma alegría con la que lo he ganado esta mañana en el hipódromo gracias a un caballo que se llamaba Fénix y que ha pagado 13,20 por cada euro apostado.

Pero la idea es bonita.

Quiero decir que a mí también me gustaría ir en un autobús sin techo por la Castellana, con miles de watios a mis espalda y cantando eso de:
En esta puta ciudad, todo se incendia y se va
Maldito sea tu amor
tu inmenso reino y tu ansiado dolor.
Podemos ampliar la fantasía e incluir al final una copa con Esperanza Aguirre, Ruiz-Gallardón, Ángeles González Sinde y Pedro Zerolo.

Seguro que el alcohol mezcla de puta madre con el lexotanil del que habla en la canción y con toda esa gente tan maja.

(Prometo que el próximo día vuelvo a intentarlo con Gopegui. De verdad que el libro merece la pena.)

miércoles, 7 de octubre de 2009

Sí, puede que sea el fin (más sobre el libro electrónico, la piratería y una cosa llamada Scribd)


Ayer empezó el Liber.

Editores, agentes, distribuidores y demás hablan y hablan del libro electrónico.

Yo, mientras, sigo jugando con el mío.

O no.

Ya no juego.

Ahora he empezado a leer con él.

Es mejor de lo que ya dije.

A pesar de todos sus defectos (la pantalla pequeña, lo que tarda en cambiar de página, etc).

Me gusta.

Me encanta.

Es comodísimo manejarlo, con una sola mano, tirado en el sofá o de pie en el metro.

Y sigo adentrándome en el mundo de los libros pirateados.

Insisto en mi idea: el libro electrónico puede suponer para la industria editorial lo mismo que el MP3 para las discográficas.

Se habla mucho de Google Books,
pero quizá eso no sea lo peor.

El otro día descubrí una cosa que se llama Scribd.

Lo definen como un YouTube de los documentos ofimáticos: la gente sube lo que quiere (archivos de texto, presentaciones, hojas de cálculo, etc) para compartirlo con los demás.

Puedes verlo en la pantalla del ordenador o descargártelo y leerlo en un libro electrónico.

Por supuesto está lleno de libros pirateados.

Y por supuesto tiene una demanda por infringir las leyes del copyright (según la wikipedia).

Es un poco como ir a la biblioteca, pero sin salir de casa y sin tener que devolver luego el libro.

Yo empecé bajándome uno de Rubem Fonseca, estoy obsesionado con él.

Se llama Los mejores relatos, la traducción, la edición y el prólogo (muy bueno) es de un tal Romeo Tello Garrido.

Son casi 500 páginas con 38 cuentos, la mayoría de ellos imposibles, o dificilísimos, de encontrar en España.

El mismo usuario (un tal Digiletras, sin duda, encantador) tiene obras de Hans Magnus Enzensberger, John Kennedy Toole, Novalis, Cormac McCarthy, Camus, Cioran, Deleuze, Foucault, Calvino, Onetti, Leopoldo María Panero, Chuck Palahniuk, Sade, Bukowsky...

Hoy alguien del Liber decía en el telediario que el libro electrónico iba a ser el regalo de moda estas navidades.

Exageraba aún más que yo.

O puede que se dedicara a venderlos.

200 o 300 euros es mucha pasta. Tiene razón el anónimo que hizo este comentario en la entrada del otro día. Pero supongo que no tardará en bajar de precio.

Y entonces, cuando la gente lo tenga en sus manos, no va a ir ni a Google Books ni a Amazon ni a La Casa del Libro ni a la Biblioteca Nacional.

La gente va a hacer lo mismo que yo (porque yo, sobre todo, soy gente) y se van a poner a descargar como locos.

¿Y?

Ni idea lo que pasará después.

Habrá que verlo.

Pero supongo que algunos llorarán.

Y otros contarán cadáveres.

Los habrá también que no tendrán ni un segundo para esas cosas: estarán superliados y venga a comprar discos duros para guardar todos los libros que se han bajado y que ni en mil vidas podrían leer.

(Conste que aún no sé si me mola nada de esto. Y que creo en la labor que desempeñan algunas editoriales grandes y pequeñas. Y que me gustan los libreros y las librerías, y que ellos previsiblemente se van a llevar la peor parte.)

martes, 6 de octubre de 2009

Turbio, violento, imprescindible (sobre 'El cobrador', de Rubem Fonseca)


Querer hacer frases hermosas es tan miserable como querer ser coherente, dice Rubem Fonseca en el primero de los cuentos incluidos en El cobrador, editado por RBA y traducido por Basilio Losada.

Lo dice Fonseca.

O lo dice su personaje, un escritor ya maduro, que odia el mundo y se odia a sí mismo, que odia escribir y que sólo quiere follarse a cualquier mujer que pase a su lado.

A ellas, por supuesto, también las odia.

Sólo ama a una. Lo grita por la ventana y lo grita en la playa. Con ella se siente feliz: es su vecina, se llama Sofía y tiene 12 años.

Este argumento, y lo que sigue, en manos de cualquier otro sería morboso, o ñoño, o morboso-ñoño, o tópico, o previsible, o cualquier otra cosa sin demasiado interés.

Pero en cuanto empiezas a leer a Fonseca, bastan un par de líneas para darte cuenta de que estás ante algo grande.

Grande de verdad.

En efecto, no son frases hermosas, o que pretenden ser hermosas.

Son frases sólidas, incuestionables, como si siempre hubieran estado allí,

Y bajo esas frases, hay algo turbio. Muy, muy turbio. Y violento. E incluso a veces brutal. Capaz de provocar un terremoto.

Y cuando digo violento, no digo divertido.

Al revés, Fonseca es de los pocos autores que aún es capaz de acojonarte, y de revolverte las tripas, y de enseñarte la verdadera cara de la violencia, que nunca es una fiesta.

O sólo es una fiesta para los tarados y los psicópatas, para personajes como los suyos, que la convierten en la única forma de expresión posible frente a la injusticia generalizada, frente a todo su odio y su frustración, o frente a lo que sea.

Gente como el protagonista y narrador de El cobrador, que sale al mundo armado hasta los dientes y dice:
¡Todos me las tienen que pagar! ¡Todos me deben algo! Me deben comida, coños, cobertores, zapatos, casa, coche, reloj, muelas; todo me lo debe.
El relato lo puedes leer aquí.

Quizá no sea el mejor, yo prefiero otros, pero sí es uno de los más famosos y sirve para hacerse una idea.

Turbio y violento, decíamos, como el sexo que hay en todos, o casi todos lo cuentos.

O como esa residencia de ancianos en la que se desarrolla Once de mayo y que parece más bien una cárcel, o un almacén de futuros cadáveres.

O como el poeta romántico que delira en H. M. S. Cormorant en Paranaguá.

O como ese ludópata de El juego del muerto, tan cotidiano y tan burgués que hasta tiene un bar, pero al que le falta poco para sacar lo peor de sí mismo.

Fonseca, brasileño, nacido en 1925, reconocido por todo Dios fuera de España, y que fue abogado y policía antes de dedicarse a escribir, coquetea con distintos géneros en estos cuentos: algo de ciencia ficción, un par de relatos de época o históricos, y sobre todo, mucho negro o policiaco, con asesinos a sueldo, detectives y hasta una crónica de sucesos.

Pero, eso, el género, da igual.

Incluso el argumento, siempre impecable, más que impecable, también incuestionable, esas historias que te mantienen pegado al papel.

Da igual.

O la forma en que el cabrón lo llena todo de silencios y de información fundamental que nunca será revelada.

Da igual.

Son sólo detalles, pijadas, tecnicismos

Lo que importa es Fonseca, que haga lo que haga, es siempre Fonseca, y que parece casi una fuerza de la naturaleza.

Fuerza de la naturaleza desatada y en busca de venganza, como sus personajes.

¿Vengarse de su anterior libro, que fue censurado en Brasil a mediados de los setenta y que tardó doce años en volver a editarse?

Quizá sea de eso.

O quizá no.

Quizá haya que vengarse más bien da la miseria, del miedo, de la rabia, de todo el horror que le rodea a él y que nos rodea a nosotros.

Vengarse, igual que un salvaje, o igual que un contrafóbico: sucumbiendo de forma voluntaria antes de que te obliguen a ello, enfrentándote a eso que tanto temes, entregándote a lo que no soportas y finalmente, convirtiéndote en tu enemigo.

O sea, convirtiéndote en la miseria, el miedo, la rabia y el horror.

(Rabia, también, la que se siente al saber que este libro fue escrito en 1979, que Bruguera lo publicó en España por primera vez en 1980, que luego hubo una edición en 1985, y que desde entonces, estaba descatalogado. Rabia y estupor. ¿Cómo hemos podido vivir tantos años sin leerlo? Quizá mañana hablemos de eso y de cómo el libro electrónico me está cambiando la vida.)

domingo, 4 de octubre de 2009

Nueva postal desde la playa (pero esta vez escrita a la vuelta y con un par de cosas de Angélica Liddell)


Otro viaje.

Otro avión.

Otra noche de hotel.

"Sentimientos de muerte inminente me acosan", como diría el colega.

Llevo sólo dos libros y uno me tiene abducido: El cobrador, de Ruben Fonseca, editado por RBA.

La esperanza, más que esperanza, la fe que tenía en él se ha visto recompensada.

Hasta me ha permitido soportar las turbulencias del vuelo y llegar vivo aquí.

Pero eso, mejor lo cuento otro día.

Ahora es sábado por la noche, son apenas las doce y ya estoy en el hotel.

El minibar se ha roto.

Las tormentas de la semana pasada, me explican en recepción y se ofrecen para subirme lo que quiera.

Pido un par de cervezas.

Cuando llegan, cambio a Fonseca por el otro libro: son dos poemarios publicados por Eugenio Cano Editor. Uno se llama Frankenstein y el otro, La historia es la domadora del sufrimiento: 2006.

Los escribe Angélica Liddell.

Alguien me habló de ella hace unos años, me dijo: te gustaría, es muy bestia, y dice mucho puto y puta, follar... Habla peor que tú.

Lo que pasa es que ella se dedica al teatro (escribe, actúa, dirige) y eso a mí me da bastante grima.

Volviendo al sábado, con las dos cervezas, abrí al azar su libro y leí:
No salgas.
Tu dulzura no coincide con el tamaño de tus dedos.
Ahí fuera eres cuerpo sobre todo,
cicatrices que ellos tomarán por surcos donde clavar las azadas.
Qué explicación darán tus rotos.

No salgas.
La habitación es la medida.
Que más para vivir.
Deberíamos quedarnos mirando las paredes como pájaros tranquilos.
Deberíamos aprender a vivir en habitaciones cerradas,
sin puerta,
no existiría más mundo que el nuestro.
Y sería grande.
No envidies la dicha de los demás.
Aprende a estar solo.

No salgas.
Hay hombres en la ciudad.
Les germinan piedras en las manos,
van tan cargados de piedras crecientes que no puedes coger nada más.
¡No quieras conocer el color de tu sangre!
Ya de vuelta a casa, me meto en su blog y me río mucho con esto.

Sí que habla mal Angélica.

Me gusta también su forma de interpretar las películas.

Aunque yo nunca iría a ver una de Isabel Coixet.

Por el mismo motivo por el que nunca voy al teatro.

Aunque seguramente esté equivocado.

viernes, 2 de octubre de 2009

¿Adiós al papel o quizá es el fin del mundo? (mi primera vez con un libro electrónico)


Tengo en mis manos un libro electrónico.

Se llama Sony Reader PRS-300.

Llevo un par de horas con él.

Nunca había utilizado uno.

Me gusta la pantalla.

Es cierto eso que dicen: la sensación es idéntica, o muy parecida, a la del papel, se lee muy bien.

No tiene nada que ver con la lectura en una pantalla convencional: no cansa la vista.

Es un modelo muy básico y me ha dado bastantes problemas para entenderse con mi ordenador (un Mac).

De hecho, aún no he conseguido manejar el programa que incluye para gestionarlo y leer archivos .doc.

Pero me las he apañado para cargar un par de cosas.

Ese es el gran problema: ¿qué coño le cargas?

He mirado por Internet, muy poco, a ver qué había.

Quería probarlo y he perdido rápido la paciencia.

Al final, le he metido unas galeradas sin corregir que me mandó el otro día una editorial.

Es un archivo en formato pdf.

Al principio, se echa de menos el libro.

Y cosas (en este modelo) como no poder subrayar.

O no ver la página completa: porque el tamaño de la pantalla, demasiado pequeño, te exige ampliar para leer la tipografía y pierdes la referencia.

Es una sensación extraña.

Como un mono con un teléfono por el que escucha cómo grita la mona a la que se quiere follar.

Lo mira, lo agita, le da vueltas, no termina de entenderlo.

Choca con él.

Pero no puede quitarle las manos de encima.

El libro electrónico, la primera impresión, es un poco así y da igual si tampoco consigues leer de tanto tocar los botoncitos y hacer el gilipollas.

Luego me he bajado un periódico, el 20 minutos de hoy, también en formato pdf.

Los gráficos y las fotos se ven en blanco y negro con una calidad más que digna.

Pero leerlo ha sido imposible.

El problema viene al ampliar la página: el pdf se decuajeringa.

No amplía por zonas.

Las fotos desaparecen, las tipografías se van de paseo.

Adiós a la página.

Y todo se vuelve muy lento.

Ahora he dejado un segundo el blog y me he vuelto a meter en Internet.

Basta teclear en google "libros electrónicos gratis" para descubrir un mundo, hasta ahora, desconocido para mí: la piratería de libros.

Tienes bastantes cosas: Larsson, Stephenie Meyer, Paolo Coelho...

Y Conrad, Patricia Highsmith, Xavier Velasco, Anthony Burgess, Dante...

Cito sólo algunos nombres que he visto.

Acabo de hacer la prueba con Larsson.

Me he descargado La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina en menos de un minuto.

Luego he arrastrado el archivo hasta el libro electrónico.

La operación también ha tardado menos de un minuto.

Es, en efecto, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina.

Se lee de puta madre.

No chocas con nada.

El mono ya no busca a la mona: lame y besa el teléfono.

Se acaba de enamorar.

Y yo creo que me acabo de cargar el fenómeno editorial del año.

El que va a cuadrar las cuentas del Grupo Planeta y todas las librerías de España.

Creo que acabo de joder, en menos de dos minutos, toda la industria.

Sí, la industria.

No la cultura.

No la literatura.

Creo que esto es el fin.

Creo que, en cinco años, estáis y estamos todos en la puta calle, peleándonos por unos cartones con nuestros colegas de las disqueras.

Y ya que cada uno decida si es una buena o una mala noticia.

A mí me basta con jugar a Nostradamus.