lunes, 18 de mayo de 2009

Apología del silencio (la muerte de Benedetti, los Wittgenstein, Bernhard y un mercado con librería pero sin alma)


Se ha muerto Benedetti.

No tenemos nada que decir al respecto: casi no le conocíamos ni nos interesaba demasiado.

No hay por qué hablar de todo, no hay por qué hablar siempre.

Especialmente si no te pagan.

Qué privilegio cerrar la boca y quedarse en silencio.

Qué bonito que Wittgenstein, uno de los filósofos más grandes y más tarados de la historia, acabara el Tractatus con esa proposición tan conocida: "de lo que no se puede hablar, mejor es callarse".

Es lo que tenía Wittgenstein: sabía terminar muy bien las cosas. Como su vida.

Se iba a morir y soltó otra gran frase: "decidle a todo el mundo que he tenido una vida maravillosa".

¿Y la depresión?, ¿y sus intentos de suicidio?, ¿y su renuncia a todo: al judaísmo, a la filosofía, a la herencia multimillonaria de su familia?, ¿y esos trabajillos de mierda que tanto le gustaba hacer cuando ya no podía soportarse a sí mismo: profesor en un colegio de niñas o jardinero en un monasterio?, ¿y su huida constante?

Nada de ello importaba en ese último momento, o parecía sólo un mal chiste, lo importante era algo diferente: algo mucho más grande y extraño, algo maravilloso y dolorosísimo, algo llamado vida.

Wittgenstein tenía otra cosa buena: un sobrino, Paul Wittgenstein.

Thomas Bernhard le dedicó una novela-elegía: El sobrino de Wittgenstein.

Nosotros cuando queremos llorar, también leemos El sobrino de Wittgenstein.

El sobrino de Wittgenstein empieza con esta frase:
Doscientos amigos
asistirán a mi entierro
y tú tendrás que pronunciar un discurso
ante mi tumba
Paul Wittgenstein y Thomas Bernhard fueron amigos. Los dos eran austriacos y muy inteligentes. Los dos estaban enfermos.

Bernhard abandonó a Paul Wittgenstein y dejó que se muriera solo.

Ni siquiera fue al entierro.

Por eso le escribió este libro, que es en realidad una elegía, ya lo hemos dicho, ese discurso que Bernhard debía haber pronunciado ante la tumba de Paul.

A Thomas Bernhard también hay que leerlo.

Luego han abierto una nueva librería. Varias personas nos han preguntado por ella.

Está en un mercado, el Mercado de San Miguel, en Madrid, al lado de la Plaza Mayor.

Es un mercado de toda la vida, pero que ahora lo han reformado, lo han puesto muy moderno y muy exiquisto, y lo acaban de inaugurar.

No, en realidad no es un mercado.

Un mercado es otra cosa.

En un mercado hay gritos y huele mal, en un mercado hay marujas y gente gorda, en un mercado siempre te intentan timar mientras te llaman cariño, o reina, y mientras te guiñan un ojo.

Esto, el nuevo mercado, es un parque temático.

Muy pijo, muy bobo.

Y como vivimos en una sociedad capitalista y hemos leído a Marx, cada vez que nos encontramos este tipo de iniciativas, pensamos que hay detrás algún crimen, alguna forma más o menos sutil de coacción y de violencia.

¿Alguien se acuerda del heroico verdulero y del pescadero que defendieron hasta el final sus puestos frente a esta gran maniobra especulativa que, según cuentan, tiene detrás a personas muy "conocidas de la cultura y la gastronomía"?

Pues el otro día el verdulero y el pescadero también estuvieron en la inauguración, muy feos, muy reivindicativos, muy dignos, como una versión castiza de Astérix y Obélix, reclamando el espacio que les corresponde pero que aún no les habían dado. Quizá porque no pegaban y rompían la estética.

¿Y la librería?

Es una librería gastronómica. Pero muy desangelada, en una esquina, con muy poquitos libros. Todo muy previsible.

A nosotros nos suena a excusa. A ese tipo de cultura que sólo sirve para hacer "bonito" o para quedar de guays o para pasar el rato. Aunque ni sus propios responsables lo sepan y aunque nosotros seguro que exageramos, como siempre.

O no. Porque una librería, como un mercado, debe tener eso que llaman alma o espíritu o encanto. Para que te timen y te engañen, pero al día siguiente siempre vuelvas a por más: a por otra sonrisa, a que te llamen corazón, a que te guiñen otra vez el ojo. Y a llevarte un filete que sea todo nervios, o un pescado lleno de anisakis.

(En realidad esta entrada iba a hablar de otra cosa: de literatura gastronómica, de Aduriz y su editorial Gourmandia, o del salvaje de Anthony Bourdain. Pero se nos ha vuelto a ir la olla. A los dos los dejamos para otro día.)

5 comentarios:

DON ZANA dijo...

Sr. Vilá,

Hoy tengo que aportar mi experiencia personal para darle la razón. Le voy a contar una historia cortita.

Tengo un amigo frutero. Uno de mis mejores amigos. Y uno de los mejores fruteros de Madrid. Un frutero de postín, pijín, de moda.

Seguramente por ello los ilustres promotores del nuevo mercado de San Miguel le eligieron para ser el "elegido", el frutero de su "parque temático".

Al principio todo era ilusión. Participar en un proyecto así es un privilegio, y estar presente en el mercado de San Miguel (ni más ni menos) es el sueño de cualquier frutero que se precie.

Pero pronto (enseguida) empezó a aparecer la caca (condiciones leoninas, requisitos absurdos) y a asomar el bosquejo de lo que iba a terminar siendo ese mercado (todo menos un mercado).

En ese punto, nuestro frutero pijín tuvo que valorar si era más frutero o más pijín... y un frutero nunca deja de ser un frutero.

Moraleja: Estoy de acuerdo con usted. El nuevo mercado de San Miguel es una mierda (otra cosa que nos han quitado "los malos").

Anónimo dijo...

Anthony Bourdain? creo que es alguien fascinante, con mucha vida a las espaldas...
Lo espero.

Y sí, el Mercado de San Miguel es un escenario, un paripé.
La Boquería, eso sí es un mercado.

Por cierto, Don Zana, que profesión mas bonita la de su amigo, frutero: colores, aromas, auténticas joyas y tantas frutas por descubrir...

Muchas gracias una vez más, por su entrada y muy muy interesante y desconocido, al menos para mí, parte de la hª de Wittgenstein.

Saludos

Anónimo dijo...

sí,preciosa profesión. Reventados por los madrugones, reventados de levantar peso, hartos de aguantar a las marujas sobando la fruta, hartos de llevarse a casa el género pasado, el que se va a pudrir, lo que nadie quiere... Por cierto, pase lo de los colores, pero cuándo fue la última vez que comiste fruta con olor. Hasta los gusanos saben que de eso ya no hay nada.

Anónimo dijo...

Bueno bueno¡¡¡ tranquilo anónimo, que no es para ponerse así, que es mi oponión y que te guste o no, la verdad es que, no me importa demasiado, si ya nos ponemos en ese tonito. Era una opinión, de todos modos aquí se habla de libros,de vida... se ponen en tela de juicio las opiniones de los demas, pero con más tranquilidad, que no es para tanto. Se puede decir todo, pero el tonito ese... tranqui anónimo.

Le Gañán dijo...

Cuando era soldado en la Primera Guerra Mundial, Wittgenstein consideró que había resuelto todos los problemas de la filosofía y que ya no podía ir más lejos en la materia. Se colocó de maestro en una escuela de un pueblo perdido en la smontañas de Austria, pero resultó que no tenía cualidades para el puesto. Severo, malhumorado, violento incluso, regañaba contínuamente a los niños y les pegaba cuando no se sabían la lección. No los cachetes de rigor, sino puñetazos en la cabeza y en la cara, palizas impulsadas por la cólera, que acabaron causando graves traumas a una serie de chicos. Corrió la voz sobre aquella indignante conducta y Wittgenstein se vio obligado a renunciar a su puesto.

Pasaron los años, al menos veinte, si no me equivoco, y para entonces Wittgenstein vivía en Cambridge, dedicado de nuevo a la filosofía y convertido ya en un personaje famoso y respetado. Por motivos que ya he olvidado, atravesó una crisis espiritual y sufrió un desequilibrio nervioso. Cuando empezó a recuperarse, decidió que el único modo de recobrar su salud consistía en voler al pasado y pedir humildes disculpas a cada persona a la que hubiera ofendido o perjudicado. Quería purgar la culpa que le corroía las entrañas, limpiar su conciencia y empezar de nuevo. Como es lógico, ese camino le condujo de nuevo al pequeño pueblo de montaña en Austria. Todos sus antiguos alumnos eran ya adultos, hombres y mujeres de veinticinco a treinta años, pero el tiempo no había atenuado el recuerdo del violento maestro. Uno por uno, Wittgenstein llamó a su puerta y les pidió perdón por su intolerable crueldad de dos décadas atrás. En ocasiones, llegó literalmente a hincarse de rodillas y suplicar, implorando la absolución de los pecados que había cometido.

Cabría imaginar que una persona que se viera ante tales muestras de sincero arrepentimiento sentiría compasión por el doliente peregrino y acabaría transigiendo, pero de todos los antiguos alumnos de Wittgenstein, ni uno solo estuvo dispuesto a perdonarlo. El dolor que había causado era demasiado profundo, y su odio hacia el maestro trascendía toda posibilidad de gracia.

PAUL AUSTER. "Brooklyn follies"