Corto y pego de Escritos de un viejo indecente, de Charles Bukowski, editado por Anagrama y traducido por J. M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez:
Lo que quiero decirte es que la razón de que estén en los hipódromos la mayoría de los que están es que viven en un calvario, sí y tan desesperados están que prefieren arriesgarse a una angustia aún mayor a aceptar su situación real (¿) en la vida. (...) nos construimos nuestros propios hipódromos y aullamos cuando nos arranca los cojones el encargado subnormal que agita la gran cruz de plata (el loro se acabó). que esto explique, pues, por qué algunos, quizás la mayoría, quizás todos nosotros, estamos allí, por ejemplo, un día como el 22 de marzo de 1968, de tarde, en Arcadia, California.
Aunque quizá tampoco haya que dramatizar.
Hoy por lo menos no.
Quizá no se necesite estar desesperado.
Ni que te arranquen los cojones.
Ni aullar.
Ni una carga de angustia mayor de la que se soporta a diario.
Quizá, a veces, una carrera de caballos sea sólo una carrera de caballos.
Y la oportunidad de encontrarte con un par de personas que te apetece ver.
Y escapar del calor de Madrid.
Y llevar la contraria a Bukowski.
Sobre todo eso.
También a todos los caballos favoritos (Young Tiger, Bannaby...) para apostar por el bueno de Shumookh.
Pocos confían en él, pero a mí ya una vez me hizo feliz.
Por el dinero ganado, no mucho, y porque justo delante estaba el Innombrable, el que nunca pierde, aunque esa vez sí.
Shumookh le hizo morder el polvo.
Ojalá mañana repita y me page la cena en Bilbao y las copas que habrá que tomarse luego.
Y ojalá a esa victoria le sigan muchas otras cosas buenas.
Cada uno tiene sus motivos.
Pero supongo que estos son los míos para subir mañana, 15 de agosto de 2009, a San Sebastián y estar en la Copa de Oro, una de las mejores carreras de caballos que se han visto, y se van a ver, en mucho tiempo.
(La foto la robo de aquí. Está hecha en el Hipódromo de Santa Anita, al que solía ir Bukowski y del que habla en el texto con el que hemos encabezado esta entrada.)
Parece que esto va a ir hoy también de hígados enfermos.
O a punto de enfermar, o que no tardarán en hacerlo, o que asumen demasiados riesgos, o que tal vez se salven, pero de milagro.
Da igual.
Hoy no importa la enfermedad.
Lo que importa es el hígado, esta vez humano, y para más señas, irlandés, sometido a una ingesta masiva de alcohol y escurrido luego a conciencia para que chorree literatura.
Importa por un libro, Beber para contarla, editado por La otra orilla y que reúne 15 textos de escritores irlandeses recopilados por Peter Haining.
En todos ellos está presente, de una u otra forma, el alcohol.
Entre los autores, hay viejos conocidos: Joyce, Beckett, O´Brien, Patrick McCabe y hasta Shane McGowan, el de The Pogues, explicando cómo y por qué montó el grupo y escribiendo frases como las que siguen:
No quería insultar a la inteligencia de las personas y no quería dármelas de puto intelectual. No quería que la música tratase de la angustia y de lo terrible que es estar tumbado en tu cuarto chutándote heroína y toda esa basura. No quería que hablara de lo puta que es la bebida, de lo mala que es, sino que más bien quería hacer una celebración de las drogas, de la bebida y de la vida. Quería festejar el lado oscuro de la vida que tanto disfruto. Me flipan los pubs, las drogas y el sexo.
Por si alguien no lo sabe, su idea funcionó, y McGowan, con The Pogues, hizo cosas así:
Luego, volviendo al libro y a quienes escriben en él, hay sorpresas. O autores menos conocidos, como Malachy McCourt, hermano espabilado y crápula de Frank, el de Las cenizas de Angela, que aquí nos cuenta cómo abrió el primer bar para solteros de Nueva York. Era, por supuesto, un auténtico bar irlandés.
Y sobre todo, Eamonn Sweeney. Atentos, editores que leéis esto, aunque estéis de vacaciones, aunque os dé mucha pereza, aunque no hayáis oído hablar de él en la vida, corred y contratad inmediatamente los derechos de su novela Waiting for the Healer. A juzgar por sus doce primeras páginas, publicadas aquí con el título de La despedida de soltera, es un trallazo. "Realismo guarro, irlandés, original, violento y doloroso", lo definen. Pero mejor no contar nada. Mejor enfrentarse a él sin saber dónde te estás metiendo. No dejéis que nadie os lo joda, ni siquiera J. L. Miranda, que lo traduce y escribe una introducción. Leedla, sí, pero después, al acabar. Es uno de los mejores relatos de todo el libro.
Otros textos son flojitos. Pero aún así. Este libro es mucho más que un conjunto de cuentos o de historias cogidas de aquí y de allá. Beber para contarla es un estado mental. O mejor, un paisaje retratado desde distintos ángulos y a lo largo de cientos de años.
Un paisaje de pubs y de tabernas, de miseria, de golfos, de asesinos con buen corazón, de mujeres con aspecto de ejercer la prostitución pero que dicen vender entradas para el cielo (o sea, que sí, que son putas), de borrachos que mueren ahogados y de terratenientes que celebran su ruina, de ingleses estúpidos que jamás entenderán la tierra que pretenden seguir explotando, de emigrantes, de granjeros que no han conocido el amor, de paradojas y de pasión por el absurdo, de misticismo, de grandeza de espíritu, de amargura y de nostalgia, de humor, muchísimo humor, y de moribundos que al cerrar los ojos sueñan con el aire viciado de un bar.
Es, claro, un retrato de Irlanda, a través de uno de sus símbolos nacionales: el culto a la cerveza, el whiskey y, en general, cualquier otra bebida con la suficiente graduación.
Pero es también eso que pretendía Shane McGowan con The Pogues: una reivindicación del alcohol y de todos esos vicios que nos permiten seguir viviendo. Aunque duelan, aunque poco a poco nos vayan minando.
Y al final, cuando acabas esa otra joya, De visita, relato de Bernard MacLaverty con el que se cierra el libro, te dan ganas de entonar una oración, parafraseando aquella con la que Joseph Roth terminaba La leyenda del santo bebedor, algo así como:
Denos Dios (o quien sea) a todos nosotros, bebedores, fuerza y salud suficiente para seguir disfrutando del alcohol aún muchos años y a ser posible, hasta el final de nuestras vidas.
No bebe, no folla, no consume drogas por vía parental.
Es una estúpida perra de ciudad, con un pedigrí estupendo, eso sí, toda una Gil de Biedma: sobrina nieta de Jaime, prima segunda de Esperanza Aguirre.
No miento: hay papeles que lo demuestran. Otro día cuento la historia.
Es que no es vírica, me explica sobre la hepatitis la inútil de la veterinaria después de haber necesitado veinte pinchazos para encontrar una vena y hacer un análisis de sangre, y poco antes de pasarme una factura de casi 200 euros.
Hija de puta, otra como el alergólogo, el que se parecía a César Vidal, otra que va y dice que no se sabe, que puede ser cualquier cosa, que a lo mejor se cura o a lo mejor se muere, que hay que esperar y ver la evolución...
Ya de noche, mi perra me sigue mirando algo triste y cuando abro una cerveza, aparece el rencor en sus ojos.
Como si el hijo de puta fuera yo.
Como si el alcohol que bebo tuviera la culpa de su hepatitis.
Dejo de ver el vídeo, decía, y le pongo una canción a mi perra, Bad liver and a broken heart, de Tom Waits. Me parece perfecta para la ocasión:
Y luego, le cuento un chiste de médicos.
Aunque esta vez no es de Faemino y Cansado, ni siquiera es de médicos, es en realidad de pacientes, y tampoco creo que se trate de un chiste, da la impresión de ser un poema.
Pero a mí me hace muchísima gracia.
Lo escribió Joan Margarit (por fin he encontrado el libro) y se llama Televisión en el servicio de traumatología (lo saco de El primer frío. Poesía (1975-1995). Ed. Visor. La traducción del catalán es de Antonio Jiménez Millán):
Anochece. Rodeados de sofás vacíos, dejan entrar la luz de la pantalla en la oscura caverna de sus sueños. Él, sin piernas –el ruido de aquel tren cruza de vez en cuando su cabeza– ha puesto un cigarro en los labios de él, que dejó los brazos en la torre eléctrica. Cuando en la luz dudosa del deseo aparece la chica más fría y sensual, los dos se miran y se funden en un solo hombre, tan ideal como ella.
Iba a escribir sobre Un médico rural y otros relatos pequeños, la reedición que ha hecho Impedimenta de dos de los libros de cuentos que Kafka publicó en vida.
Quería contar lo mucho que me ha sorprendido volver a ellos.
Kafka sigue siendo el más moderno, el más bestia, el más siniestro, el más agudo, el más sutil, el que anticipa y, exageremos, el que se inventa el malestar del hombre contemporáneo, su impotencia y sus miedos.
Pero hoy no ha podido ser.
Mejor otro día.
De momento, te dejo con uno de los relatos.
Se llama Propósitos y la traducción es de Pablo Grosschmid:
Superar el abatimiento debería ser fácil, simplemente con la energía de la voluntad. Me despego del sillón, doy una vuelta alrededor de la mesa, pongo en movimiento la cabeza y el cuello, enciendo el fuego de los ojos y distiendo los músculos que los rodean. Contra mis propios sentimientos, saludaré impetuosamente a A. cuando llegue y toleraré amistosamente a B. en mi habitación. Y en cuanto a C., a pesar del sufrimiento y del esfuerzo, me tragaré todo lo que diga.
Sin embargo, aunque esto funcione, cada error interrumpe todo el devenir, lo ligero y lo pesado. Y tendré que volver a girar por el mismo círculo.
Por eso, el mejor consejo sigue siendo soportarlo todo, comportarse como una pesada masa; y cuando uno mismo se siente arrastrado, no dejarse impulsar a dar el menor paso innecesario, contemplar a los demás con la mirada de un animal, no sentir ningún remordimiento. En fin, ahogar con las propias manos lo que aún persiste como fantasma de la vida; es decir, ampliar más aún el último reposo sepulcral, sin dejar que subsista nada más.
Un movimiento característico de este estado es desplazar el dedo meñique sobre las cejas.
El 6 de agosto de 1945, Estados Unidos arrojó sobre Hiroshima la primera bomba nuclear de la historia.
Un año después, John Hersey recogió el testimonio de seis supervivientes en un reportaje para la revista The New Yorker.
Debolsillo acaba de reeditarlo con el título de Hiroshima. La traducción es de Juan Gabriel Vásquez e incluye un capítulo final escrito por Hersey en 1985, cuando volvió allí para averiguar qué fue de las personas cuya historia había contado.
Corto y pego una de las escenas que se produjeron el día del bombardeo:
Sobre el banco de arena, el señor Tanimoto encontró unos veinte hombres y mujeres. Acercó el bote a la arena y les pidió que subieran a bordo de inmediato. Pero no se movieron, y él se dio cuenta de que estaban demasiado débiles para levantarse. Se agachó y tomó la mano de una mujer, pero su piel se desprendió en pedazos grandes, como un guante. Esto lo afectó tanto que tuvo que sentarse un momento. Después regresó al agua; a pesar de ser un hombre pequeño, él solo levantó a varios hombres y mujeres que estaban desnudos y los llevó a su bote. Sus espaldas y sus pechos eran pegajosos y el señor Tanimoto recordó con desazón las quemaduras que había visto a lo largo del día: amarillas primero, luego rojas e hinchadas y la piel desprendida, y al final de la tarde, hediondas. Ahora que había subido la marea, su caña de bambú se quedaba corta y tenía que avanzar remando todo el tiempo. Sobre la otra orilla, en un arenal más alto, levantó los cuerpos viscosos y aún vivos y los subió por la pendiente para alejarlos del agua. Tenía que hacer un esfuerzo consciente por repetirse: "Son seres humanos".
Fueron necesarios tres viajes para llevarlos a todos al otro lado del río. Cuando hubo terminado, decidió que debía descansar un poco, y regresó al parque.
Caminando en la oscuridad, el señor Tanimoto se tropezó con alguien, y alguien más dijo con enojo: "¡Cuidado! Ahí está mi mano". Avergonzado de haber hecho daño a una persona herida, apenado por ser capaz de caminar erguido, el señor Tanimoto pensó de repente en el barco hospital que no llegaba aún (nunca llegaría), y sintió por un instante una ira ciega contra la tripulación del barco y luego contra los doctores. ¿Por qué no venían a ayudar a esta gente?
Casi como si quisiera responderle, al señor Tanimoto y a sí mismo, a tantas y tantas víctimas y supervivientes, Michihiko Hachiya dejó también su testimonio en Diario de Hiroshima de un médico japonés (6 de agosto - 30 de septiembre de 1945), editado por Turner, con prólogo de Elias Canetti y traducción del inglés de J. C. Torres.
Corto y pego otra vez:
El día entero habían llegado hasta mí detalles sobre la destrucción de Hiroshima, sobre las escenas de horror presenciadas. Había visto a mis amigos heridos, sus familias disgregadas, sus hogares destruidos. Conocía los problemas que debía afrontar nuestro personal y sabía cuán valerosamente habían luchado contra fuerzas sobrehumanas. Estaba al tanto de lo que debían soportar los pacientes, de la fe que tenían en esos médicos y enfermeras cuya impotencia, pese a que ellos no lo sabían, igualaba la suya propia.
Gradualmente, mi capacidad de comprender la intensidad de su sufrimiento, de compartir con ellos el dolor, la frustración y el horror fue menguando de tal forma que me encontré de pronto aceptando cuanto me habían contado con ecuanimidad y una desaprensión que no habría creído posible jamás.
Dos días habían bastado para que me sintiera cómodo en aquel ambiente de caos y desesperación.
Me sentía solo, pero mi soledad era como la de un animal. Mi ser se volvió parte de la oscuridad de la noche. No teníamos radios, ni luz eléctrica, ni siquiera una vela. La única luz que me llegaba era la reflejada en sombras inquietas por la ciudad en llamas; los únicos sonidos, los lamentos y sollozos de aquella marea humana dolorida. De vez en cuando un moribundo llamaba a su madre en mitad del delirio, o la voz de un doliente balbuceaba la palabra exaiyo: "el dolor es intolerable; ¡no puedo resistirlo!".
¿Qué clase de bomba era la que había destruido Hiroshima? ¿Qué habían dicho antes mis visitas? Cualquiera que fuese la respuesta, parecía una locura.
Dos días después, Nagasaki también fue bombardeada.
Sólo durante los primeros meses, se calcula que murieron entre 90.000 y 140.000 personas en Hiroshima, y unas 80.000 en Nagasaki.
Nadie fue juzgado por crímenes de guerra ni contra la humanidad.
Aún hoy, muchos siguen justificando la destrucción de ambas ciudades.
Paul Tibbets, piloto del B-29 que bombardeó Hiroshima, presumía de no haber dejado de dormir ni una sola noche desde que "hizo lo que tenía que hacer".
(Pie de foto: La imagen pertenece al archivo de la revista Life. Dos supervivientes de Hiroshima esperan a ser atendidos por el médico en octubre de 1945.)
Leo Pero sigo siendo el rey (Ed. Salto de Página), de Carlos Salem.
Carlos Salem nació en 1959 y se define a sí mismo como argeñol (mitad argentino, mitad español).
En los últimos años ha publicado dos novelas: Camino de ida (premiada en la Semana Negra de Gijón) y Matar y guardar la ropa (por la que acaba de ser nominado en Francia a un premio, según cuentan, importante y prestigioso).
No he leído ninguna de las dos.
Salem tiene también varios poemarios, un libro de relatos y un bar en Madrid, el Bukowski Club, donde ponen copas y organizan actividades culturales.
Les entrevisté una vez, a los del Bukowski, vía mail, aunque nunca he estado allí.
Pero sigo siendo el rey va de un detective privado que cumple todos los tópicos del género: ex policía, algo bestia en sus métodos, justiciero, defensor de los débiles y con el corazón roto por una mujer que murió mientras él cumplía con su deber...
El detective se llama Jose María Arregui y en cierta ocasión (Salem cuenta la historia en otra de sus novelas) salvó al rey, a Juan Carlos I, por lo que tiene cierto prestigio y una medalla con el número privado del Borbón: puede llamarle para lo que quiera, aunque él nunca lo hace.
Al revés, es a Arregui a quien va a llamar el Ministro del Interior porque Juan Carlos ha desaparecido después de dejar una nota de despedida: "Me voy a buscar al niño. Volveré cuando lo encuentre. O no. Feliz Navidad".
España está en peligro. Nadie sabe qué ha pasado con el rey y sólo un hombre podrá salvarnos...
Pero sigo siendo el rey empieza muy bien, como un tiro: lees y lees, no quieres parar. Es divertida y agilísima. Tiene humor, incluso cierto tono paródico. Entre la parodia y el homenaje al género negro.
Salem también se pone lírico a ratos, pero no molesta.
Eso la primera parte.
Luego viene la segunda, donde Salem le da la vuelta a todo.
Pero sigo siendo el rey deja de ser una novela de detectives y se convierte en otra cosa: la historia de dos personajes, Arregui y el rey, perdidos en un territorio del que nadie sabe cómo escapar, un paisaje crepuscular y delirante, una España anclada en el pasado, con videntes que sólo pueden adivinar lo que ya ha ocurrido, directores de orquesta que buscan una sinfonía que perdieron hace años o dos combatientes que aún siguen luchando en su particular Guerra Civil, a razón de 12 balas diarias para que no se les acaben.
Salem vuelve a acertar al mezclar y confundir géneros, al intentar escribir algo diferente, inclasificable y por momentos, poderosísimo.
Lo malo es la tercera parte: la novela se desinfla y se vuelve previsible, demasiado ingenua y autocomplaciente.
Da la impresión, y puede que me equivoque, que Salem lo llena todo de guiños que se hace a sí mismo y a su obra anterior, o a los colegas (con Paco Ignacio Taibo II, por ejemplo, convertido en un personaje que come mucho y es capaz de adivinar dónde ha sido embotellada cada Coca-Cola que bebe).
El lector, en cualquier caso, siente que han montado una fiesta pero que a él no le han invitado.
Se queda fuera.
Echa de menos la agilidad del principio, cuando todo era tan divertido, o esa desquiciada desolación de la segunda parte, cuando todo le sorprendía.
El lector se cabrea y le jode que la novela se haya torcido, la estaba disfrutando. Mira las paginas que todavía le faltan, desea que acabe pronto, aunque en realidad, da lo mismo: ya sabe lo que va a pasar y cómo termina todo.
(¿Y el rey? Tiene gracia lo de convertirlo en un personaje de ficción, pero Salem se muestra muy comedido, no carga las tintas y evita provocar. El resultado es un Juan Carlos I "entrañable" y que se divierte contando chistes malos.)
Digo joderte la vida y no me refiero a deprimirte, o a hacer que te sientas muy mal durante diez minutos, un par de horas, todo el fin de semana.
Hablo de algo más extraño y profundo: como si en lo que estás leyendo se encontrara ya escrito, de alguna manera, lo que va ser tu vida a partir de ese momento.
Puede que el libro en cuestión se limite a anunciarlo.
O puede que el libro sea quien lo provoque todo.
No sé muy bien cómo funciona.
Por suerte, hay muy pocos libros así.
Quizá cada uno tenga el suyo, su propio libro fatal, esperándole en alguna estantería.
Yo sé de un libro que mató a una persona.
O que anunció su muerte.
Y sé de un libro que me jodió la vida.
El mío se llama Desgracia y lo escribió J. M. Coetzee.
Es la historia de un hombre que se dedica a cuidar de los perros muertos.
El viernes estrenaron la adaptación cinematográfica que han hecho de él.