lunes, 11 de enero de 2010

Safari fotográfico por Madrid después de la gran nevada (con un poema de Lorca)

Anoche, el parque de Berlín de Madrid, tan nevado, parecía Berlín de verdad.

Salvo porque alguien, con unos cuantos días ya de retraso, había escrito su carta a los reyes sobre un coche.



Y por un padre rumano y su hijo ecuatoriano que intentaban esquiar con un único esquí que además estaba roto.

Eran las dos de la mañana.



Seguí andando hasta casa, aún quedaba bastante camino.

Recordé vagamente unos versos de Lorca:
Equivocar el camino
es llegar a la nieve
y llegar a la nieve
es pacer durante veinte siglos las hierbas de los cementerios.
Pero ya no sabía lo que venía después ni si ese poema era de Poeta en Nueva York o no.

Tampoco quería yo equivocar el camino.

Anoche, no.

Lo que quería era llegar a casa, porque muy cerca había alguien esperándome, con los brazos abiertos y una rodaja de kiwi en el ombligo, y los cojones duros como piedras, y una pilila (sí, pilila, ni pene ni polla) de plátano entumecido por el frío.



Quería también terminar el poema de Lorca y descubrir que era mucho mejor de lo que recordaba, empezando por el título, Pequeño poema infinito, uno de esos títulos que sólo podía ser de Poeta en Nueva York.

Lo que Lorca escribió detrás de esos cuatro primeros versos, justo un 10 de enero, pero de 1930, fue esto:
Equivocar el camino
es llegar a la mujer,
la mujer que no teme la luz,
la mujer que mata dos gallos en un segundo,
la luz que no teme a los gallos
y los gallos que no saben cantar sobre la nieve.

Pero si la nieve se equivoca de corazón
puede llegar el viento Austro
y como el aire no hace caso de los gemidos
tendremos que pacer otra vez las hierbas de los cementerios.

Yo vi dos dolorosas espigas de cera
que enterraban un paisaje de volcanes
y vi dos niños locos que empujaban llorando las pupilas de un asesino.

Pero el dos no ha sido nunca un número
porque es una angustia y su sombra,
porque es la guitarra donde el amor se desespera,
porque es la demostración de otro infinito que no es suyo
y es las murallas del muerto
y el castigo de la nueva resurrección sin finales.
Los muertos odian el número dos,
pero el número dos adormece a las mujeres
y como la mujer teme la luz
la luz tiembla delante de los gallos
y los gallos sólo saben volar sobre la nieve
tendremos que pacer sin descanso las hierbas de los cementerios.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Amigo, sigues emocionándome con cada uno de tus artículos.
Gracias mil.

aca dijo...

Qué precioso poema, Juan. Muchas gracias

Fairfax, Virginia dijo...

Estoy leyendo tu blog —así, leyendo: de la entrada más nueva a la más antigua— y me pregunto si sabrás que alguien deja un nuevo comentario.

Recuerdo esa nevada. Yo había empezado a trabajar en una editorial, haciéndolo todo como siempre, cobrando poco y doblando horario. A las pocas semanas me mudé al piso de la calle del Ángel. Pero antes nevó. Y al salir de casa, de camino al metro, todavía de noche, me caí de culo y bajé deslizándome metro y pico la calle Atocha, cuesta abajo.

Me encanta Lorca. Mejor que Margarit, ¿no? ¿Es tu poeta preferido?